La Nochebuena se fue
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Ése es precisamente uno de sus encantos: la brevedad. Todo lo bello es breve. La vida, por ejemplo
¡Qué pronto se va la temporada navideña! Es como el amor en las novelas: tarda mucho en llegar y dura poco. Ése es precisamente uno de sus encantos: la brevedad. Todo lo bello es breve. La vida, por ejemplo. Por eso tengo mi idea del Cielo: allá deben estar las personas que amamos, pasadas, presentes y futuras; y debe haber libros, y tele, y películas DVD, y periódicos, y teatro, y conciertos, y carnes asadas, y vacaciones, y café con los amigos, y ajedrez, y beisbol y futbol americano, y viajes, y bohemiadas, y alguna que otra cana al aire −no por haber sido mencionada al último menos importante−, pues de otro modo la eternidad será un infinito tedio, uno de esos sermones eclesiales que no terminan nunca.
Apenas pasaba el Día de Reyes, la amada eterna se afanaba en quitar la decoración navideña que ponía el primero de diciembre. Debía recoger cerca de dos centenares de Nacimientos, desde el mayor y principal, que ocupa un gran sitio en el jardín, hasta uno diminuto que cabe en un huevecillo de codorniz. Y es que ella y yo teníamos la costumbre de comprar uno cada año, desde que nos casamos. El primero lo adquirimos en Guanajuato, aprovechando un momentito libre que nos dejó la luna de miel. El último lo trajimos de Mérida, con la Virgen vestida de mestiza, San José de boxito, y el Niño Dios recostado en una hamaca. Además nuestros amigos, por conocer nuestra afición, nos regalaban a veces Nacimientos. Uno de los más bellos vino de ese tan grande amigo que fue Poncho Galán. Lo compró con esfuerzos en un pueblito de la Sierra Gorda, en el Estado de Querétaro, pues su dueña no quería deshacerse de esa preciosa y antigua joya artesanal.
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También había que quitar el pino, y el trenecito con que me divertía y dejaba a veces que mis nietos se divirtieran; y el carrusel musical, y el reno que cantaba “Jingle bells” todas las veces que alguien pasaba frente a él, y el gran mono de nieve de la entrada, y el coro de ángeles sobre la chimenea, y el trineo que adornaba la mesa del comedor. Por mi parte yo guardaba el Misterio que un día compré en Guadalajara, donde aparece San José con una mano en la barbilla, perplejo ante el prodigio que está mirando y no puede entender. Guardaba también el “Cuento de Navidad”, de Dickens, que leo siempre en esos días, y el que escribió Megan McKenna sobre los días de Adviento, y mi Biblia con el relato que hizo Lucas del nacimiento de Jesús, y el rosario que un día me regaló la madre de mi esposa, segunda madre mía, y que rezamos en la Nochebuena antes de disfrutar los dones que nos da el Misterio.
La costumbre, ya lo sé, es levantar al Niño el 2 de febrero, tradicional día de la Candelaria. Nuestro Niño se levanta más temprano, pero se queda en casa. Regalos suyos son las viandas que gozamos en Navidad y las de todo el año. También recibimos de su providencia los bienes de la vida y la salud. Regalo de Dios es el recuerdo de la amada compañera, con el amor de los maravillosos hijos y los nietos, en cuya alegría vuelve uno a ser alegre, en cuya niñez se es niño nuevamente. Se van las galas de la Navidad, y la casa se ve un poco vacía. Pero esa es apariencia nada más, porque me quedo con el espíritu de esos hermosos días que ya se fueron, pero que no se irán jamás.