La tumba que ríe
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Poco antes de que el maldecido virus chino llegara a México fui una vez más a Guanajuato. ¿A qué fui a la hermosa ciudad? La Universidad Santa Fe me honró imponiendo mi nombre a una de sus aulas. Fui a develar la placa y a recibir el emblema -un águila en vuelo- de esa casa de estudios, prestigiosa.
Me alojé donde siempre, en la bellísima Quinta “Las Acacias”. Es uno de esos hoteles boutique, ahora tan de moda. Se encuentra en un chalet de estilo afrancesado convertido por sus dueños en albergue para los visitantes. Sus nueve habitaciones no tienen número en su puerta, sino un nombre que evoca a los antiguos moradores de la casa. Yo pido siempre el cuarto llamado “De la abuela”. Me gusta porque da a la calle. En la mañana, al despertar, puedo abrir los dos grandes ventanales y ver desde el balcón el recoleto parque lleno de lirios en cuyos pétalos se desvanece un color casi de rosa. Alguna compañía teatral debería representar en esa plazoleta una de aquellas olvidadas piezas de los hermanos Álvarez Quintero, por ejemplo “Mañanita de sol”.
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Hoy me he levantado muy temprano, cuando apenas empieza a alborecer. He oído sonar las 6 en el reloj que está frente a la iglesia de la Asunción. Bajo por la escalera de ornamentado barandal. En la cocina ya huele a café, pero el comedor aún no está abierto. Cuando salgo a la calle el airecillo que baja de la presa me hace una leve caricia.
Voy al parque. Se llama “Florencio Antillón” en memoria de un militar guanajuatense que combatió a los invasores norteamericanos, y luego a los franceses. Después de larga vida -y tras haber sido gobernador del Estado- don Florencio murió en Celaya. Camino por los andadores de la plaza. En la banca de aquel rincón dos amantes se besan. ¿Acaban de llegar o no se han ido todavía? Quién sabe. Y nada importa: para el amor no hay tiempo. Eternidad sí, pero tiempo no.
Vuelvo sobre mis pasos a fin de no perturbar su soledad. Y veo frente a mí un monumento pequeñito que llama mi atención. Es una lápida, una inscripción tan sólo, hecha en mosaico. Dice esa inscripción: “Aquí yace Jorge Ibargüengoitia, en el parque de su bisabuelo, que luchó contra los franceses”.
No puedo evitar una sonrisa. Ignoro si el epitafio lo hizo para sí mismo ese famoso escritor guanajuatense. Parece texto suyo, pues Ibargüengoitia era dado a las cosas del humor, y en esa frase hay algo de humorístico. Nada se dice del hombre que ahí yace, según se dice, pero que no yace ahí. No se menciona su calidad de literato ni se ponen, como es costumbre, las fechas de su nacimiento y de su muerte. Se dice más del bisabuelo que del bisnieto. Parece broma o travesura esta curiosa lápida. Si mi inolvidable amigo Bibiano Berlanga la hubiera visto habría soltado una de aquellas joviales carcajadas con que celebraba hallazgos como éste. Yo, que no soy tan vital como era él, sonrío solamente.
Ya está la luz del sol en las más altas ramas de los árboles. Regreso a “Las Acacias”; pido café en el comedor y lo bebo con lentitud morosa. El reloj de la Asunción devana las campanadas de las 7. Incluso en esa hora tan temprana se puede disfrutar la vida. Aun en esta hora tan tardía la estoy gozando.