La violencia mata al discurso electoral
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En el terreno del discurso puede señalarse de todo al presidente Andrés Manuel López Obrador, menos de fallar en su propósito de establecer la idea de un gobierno distinto a los del pasado, no sólo en fórmula sino en resultados. Algunas veces tiene razón. En otras, los hechos transfieren a sus palabras un carácter dogmático, ante lo cual la evidencia se reduce a la infamia. Apegarse a la estadística sirve de poco en un país que ha terminado por normalizar la violencia. Cada hora, en promedio, se asesina a una persona. Pero los números desprovistos de historia difícilmente conmueven, hasta que una imagen nos estalla en la cara y nos da noticia de la tragedia.
Pasó con el asesinato de los seis jóvenes en Celaya, cinco de los cuales estudiaban medicina en la Universidad Latina de México. El Presidente lamentó los hechos, pero deslizó un comentario fuera de lugar. “Estos muchachos que asesinaron le fueron a comprar a alguien que estaba vendiendo droga en un territorio que pertenecía a otra banda”, dijo en su conferencia matutina. “Tuvo que ver con el consumo de droga”. La versión fue desmentida por la fiscalía de Guanajuato, y antes por el alcalde de esa ciudad. Entre el señalamiento y la objeción, sin embargo, se pierde la perspectiva de un fenómeno cuya dimensión hace tiempo terminó por matar al discurso.
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El ansia presidencial sólo puede explicarse en la obsesión por marcar una línea profunda que le separe de lo hecho por sus antecesores. O quizá en la megalomanía, como ocurrió en su tiempo con Felipe Calderón tras la masacre de estudiantes en Villas de Salvárcar. Lo cierto es que el homicidio de estos jóvenes desnuda el fracaso de cada una de las estrategias de seguridad que se vendieron en campañas políticas, y que se ejercieron una vez asumidas las funciones como mandatarios. En el México actual, no sólo operan células criminales −en el sentido conferido por las autoridades, que sólo aluden a civiles metidos en operaciones de narcotráfico. Los grupos paramilitares y los mercenarios quedan fuera de cualquier narrativa. Es sólo un ejemplo.
En su momento, del cerebro febril de Calderón emergió la idea de confrontar a las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas, apegándose a un discurso nacido diez años antes, cuando desde Washington se sembró la idea de una intromisión cada vez mayor de los criminales en la vida pública. La militarización de la seguridad pública en América Latina había dejado en México el mayor de sus pendientes, con una serie de fiascos estrepitosos, que involucraron lo mismo a soldados que a oficiales de alto rango. Hay que “ser suaves como palomas y astutos como serpientes”, dijo Calderón en Mazatlán, al inicio de su campaña presidencial. Lo que dejó fue una nación estremecida por la furia con la que se mató a mansalva.
Con el México de los más de 100 mil asesinatos cometidos en el sexenio que estaba por concluir, Enrique Peña Nieto inició también su recorrido en pos del voto popular con la promesa de regresar a un estadio de paz y seguridad. Nunca ofreció un proyecto definido ni tampoco un diagnóstico preciso que diera sustento a su oferta electorera, de aumentar la economía como elemento insustituible para reducir la violencia. Mientras gobernó, 135 mil personas fueron víctimas de homicidio. Los únicos que se enriquecieron fueron él y sus allegados. Nunca en la historia hubo tantos gobernadores presos, procesados o prófugos: 16.
La presidencia de ambos, más que cavar la enorme fosa para cientos de miles, abrió el mayor ciclo de destierro y despojo de tierras, y prodigó reformas que acrecentaron la industria extractivista. Y al hacerlo generaron el inexorable ciclo de violencia que tenemos ahora. Algo con lo que López Obrador prometió terminar, atacando las causas sin sellos neoliberales. En suma, apoyar a los jóvenes con programas de becas y alentando ciclos de economía locales para despojar al narco la cantera enorme que deja la pobreza. Lo cierto es que a un año de terminar su mandato ya habían quitado la vida a 154 mil personas. Nada ha cambiado en tiempos de elecciones.
Claudia Sheinbaum ha repetido en Michoacán lo que ha dicho siempre: consolidar a la Guardia Nacional y fortalecer los cuerpos de seguridad de entidades federativas y municipios, para eventualmente retornar al ejército a los cuarteles. Tiene en la figura de Omar García Harfuch a su operador principal, con quien redujo notablemente los índices delictivos en la Ciudad de México, donde él fue Secretario de Seguridad bajo su gobierno. Sobra decir que México no es la capital ni tampoco comparte sus dilemas delictivos. Y que García carga con un pasado manchado por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
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Al otro lado, Xóchitl Gálvez tiene como motor la guía diseñada por José Ángel Gurría, exsecretario de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), y actor principal durante los sexenios de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, con quien fue secretario de Relaciones Exteriores y de Hacienda. En esencia, lo que propone el programa de Gobierno 2024-2030 orquestado por Gurría, es una reconstrucción de lo que se tenía antes de la 4T, e iniciar un proceso de desmilitarización luego de fortalecer a los cuerpos de seguridad estatales y municipales... la vuelta a 1995, cuando todo comenzó.