Las aves y la memoria del asombro

Opinión
/ 18 diciembre 2025

Creo que, al final, lo que más me atrae de las aves es aquello que las hace tan profundamente deseadas por nosotros, los pedestres: su capacidad de volar. Volar y contemplar el mundo desde arriba, desde el cielo

Mi primer contacto consciente con las aves ocurrió muy temprano en la vida. Mi abuela materna, Malena, tenía una devoción especial por sus pájaros. Hoy me resulta imposible no ver como una forma de crueldad el mantener aves enjauladas, pero en mi primera infancia esa reflexión simplemente no existía. Para mí, los canarios, los loros y hasta una cacatúa —que con el tiempo fue donada al zoológico de Chapultepec— eran parte natural del universo afectivo de mi abuela. Malena tenía un don extraordinario: hacía sentir especial a cada integrante de la muy numerosa familia Alvarado. Todavía hoy, muchos años después de su partida, todos quienes la conocimos seguimos diciendo, con total convicción, que éramos su favorito. Estoy seguro de que, si sus pájaros hubieran podido opinar, habrían dicho exactamente lo mismo. Ella estaba volcada al cuidado de los otros, y ese impulso incluía también a sus animales.

$!FOTO: MIGUEL CRESPO

La segunda experiencia significativa con las aves llegó por una vía muy distinta. A mi padre se le ocurrió que sus hijos —de 11, 9 y 7 años— debían aprender a ganarse su propio dinero. La solución fue tan creativa como insólita: instalar gallineros en la azotea de nuestra casa, en plena Ciudad de México, para producir huevo que luego mis dos hermanos y yo nos encargábamos de vender entre los vecinos clasemedieros. Fueron tiempos de trabajo, sí, pero también de convivencia cotidiana con gallinas y gallos. Pronto descubrimos algo que me sigue pareciendo fascinante: aunque pertenecían a la misma especie, cada uno tenía una “personalidad” distinta. No hacía falta fijarse demasiado en su apariencia para reconocerlas; bastaban sus movimientos, su carácter, su manera de reaccionar.

TE PUEDE INTERESAR: La música que viaja conmigo

A principios de los años ochenta dejamos la Ciudad de México y llegamos a Torreón. No puedo olvidar la primera vez que vi aquellas nubes de aves migratorias danzando en el cielo nocturno, cerca de la plaza de la colonia Las Margaritas. Eran muchas más aves de las que yo creía posible ver juntas. Fue un espectáculo hipnótico. Y, por supuesto, me impresionaron los aquí llamados chanates, en particular los machos, con ese negro profundo y esa mirada que parece desafiante, casi amenazante. Con los años he descubierto que se trata de una especie ampliamente extendida en América Latina, pero eso no ha reducido en lo más mínimo mi fascinación por ellos.

$!FOTO: MIGUEL CRESPO

Otra impresión, esta vez casi estremecedora, la viví en Rumania, cuando vi por primera vez en mi vida los nidos de las cigüeñas. Nunca imaginé que fueran tan grandes. Fue entonces cuando, de manera inesperada, cobró sentido aquella vieja frase de que “traían a los bebés”. Había algo profundamente simbólico en esas estructuras enormes, elevadas, visibles desde lejos, como si custodiaran historias humanas desde las alturas.

Ya de regreso en la Comarca Lagunera, tuve la fortuna de coincidir en GREM con Francisco Valdés Perezgasga y conocer su extraordinario trabajo fotográfico sobre aves. Recuerdo especialmente una exposición suya —si la memoria no me falla— en el Museo de la Revolución. A partir de entonces, mi interés por las aves, y en general por todo lo que nos rodea, se profundizó. Desde ese momento, cada vez que puedo, y con mis muy modestos recursos fotográficos, intento capturar imágenes de aves, siempre muy lejos del nivel de Francisco, pero con la misma admiración intacta.

$!Las aves y la memoria del asombro

Sigo sorprendiéndome. Cada vez que descubro una especie nueva, como los pinzones, cuya presencia en la Laguna me era antes desconocida; o cuando veo por primera vez, en libertad, aves que sólo había conocido en fotografías o en cautiverio, como los tucanes o los papagayos que encontré en mi reciente recorrido por América del Sur.

Creo que, al final, lo que más me atrae de las aves es aquello que las hace tan profundamente deseadas por nosotros, los pedestres: su capacidad de volar. Volar y contemplar el mundo desde arriba, desde el cielo, desde ese lugar en el que, desde tiempos antiguos, solemos imaginar que habitan los dioses. Tal vez por eso, cuando logramos volver a mirar a las aves con asombro, algo en nosotros también se eleva un poco.

COMENTARIOS

NUESTRO CONTENIDO PREMIUM