La música que viaja conmigo

Opinión
/ 11 diciembre 2025

Escuchar atentamente también es viajar. Viajar hacia lugares que quizá nunca pisemos. La música, cuando se escucha con atención, es un pasaporte

Desde que mis hermanos y yo éramos niños, viajar significaba escuchar música. No porque en casa faltara —todo lo contrario, la música era parte del paisaje cotidiano, como una segunda respiración que acompañaba nuestras horas—, sino porque viajar abría un ritual distinto: el de los casetes que mi papá grababa exclusivamente para los recorridos por carretera. Eran cintas preparadas con una devoción que hoy reconozco mejor: un mapa afectivo hecho de canciones.

Había de todo —baladas, rock, rancheras, música clásica— y como viajábamos con frecuencia, llegaba un punto en el que ya nos sabíamos todo el repertorio. Cantábamos sin pudor, a grito abierto, como si nuestras voces también formaran parte del motor que empujaba al coche por la carretera. A veces, cuando nos reunimos hoy, volvemos a buscar aquellas viejas canciones. Son pequeñas llaves que abren una puerta a la infancia. Desde entonces, viajar y escuchar música quedaron anclados para mí en una misma experiencia.

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Con el tiempo descubrí otra dimensión: viajar también es conocer la música del sitio al que uno llega. Y ahí empezó un enamoramiento profundo por el folklore. Cada viaje se volvió una oportunidad para descubrir géneros, ritmos, instrumentos, cadencias que cargan la memoria de los pueblos. Estoy convencido de que algo muy hondo, de eso que llamamos “nuestra condición humana”, encuentra sentido en la música. No hace falta comprender una letra para sentirse interpelado. Recuerdo escuchar canciones en húngaro o en rumano sin entender una sola palabra, pero comprendiendo todo desde otro lugar —uno que no es racional, sino estético-emotivo, inmediato, corporal.

Viví eso intensamente durante mis idas semanales al Palacio de Cultura de Târgu Mureș, donde asistía a conciertos de música clásica que aún hoy escucho con los ojos cerrados. Pero también en los sonidos folclóricos rumanos, húngaros y gitanos que poblaban las plazas y festivales, reflejo de un mosaico étnico vibrante. Todavía hoy tengo listas de reproducción en esos idiomas, no para entender las letras, sino para reconectar con las emociones que viví allí. Algo similar me ocurre con otros países en los que he estado: en todos, siempre hubo un espacio privilegiado para la música.

Y, por supuesto, están los músicos callejeros. Algunos de mis momentos favoritos mientras viajo ocurren ahí, frente a artistas anónimos, cuyo talento merecería escenarios más grandes. “Maldita Vecindad” decía que la ciudad es un gran circo; yo añadiría que también es una enorme sala de conciertos al aire libre.

$!FOTO: MIGUEL CRESPO

Con el paso del tiempo, mi relación con la música dejó de ser sólo disfrute y se volvió conocimiento. Aprendí que muchos géneros tienen subgéneros y que un oído entrenado distingue matices que para otros pasan desapercibidos. Ahí están el tango y la milonga —parientes, sí, pero no idénticos—, o la zamba argentina, que nada tiene que ver con la samba brasileña, y que convive con la chacarera y el triunfo en el folklore del sur. Son cosas que aprendí primero escuchando discos en casa, mucho antes de viajar. Y ese descubrimiento abre otra dimensión del vínculo entre música y viaje: escuchar atentamente también es viajar. Viajar hacia lugares que quizá nunca pisemos. La música, cuando se escucha con atención, es un pasaporte.

Por eso puedo decir sin exagerar que no sólo no concibo los viajes sin música: tampoco imagino mi vida sin esa relación tan estrecha con ella. La música ha sido mi compañera de ruta, pero también mi forma de conocer el mundo, de recordarlo y de sentirlo. Y quizá, al final, todos los viajes —los del cuerpo y los del alma— no son otra cosa que una larga y hermosa canción que seguimos aprendiendo a escuchar.

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