Las falacias de las candidatas y el candidato en el debate presidencial
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La falacia es una forma engañosa que utilizamos todas las personas, no sólo los políticos profesionales, a la hora de emitir un discurso. Cada uno, cuando la usa, tiene un propósito. En lo público –que es donde se usa con más frecuencia– se utiliza para buscar, detentar o controlar a la población desde el poder. Asentamos, por tanto, que la falacia es una mentira, un discurso engañoso.
Al ritmo de “El Aquinate”, muchos preferimos –porque no damos crédito a que alguien pueda ser capaz de mentir a un país en horario estelar, en domingo y en televisión nacional– pensar que es más factible que “un buey vuele a que alguien nos mienta”, pero para quienes están acostumbrados a mentir, no existe ningún escrúpulo.
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El problema es que la acción tiene dos elementos: el que miente y el que se cree las mentiras. El que miente lo hace por sistema, sin ruborizarse en lo más mínimo. El que se cree las mentiras lo hace por ignorancia o por flojera, por no comprobar los dichos, los discursos.
Por eso, fueron y son falaces los gobiernos que a través del discurso buscan convencer a la población de aquello que sólo conviene a sus intereses, con medias verdades, con mentiras piadosas que apelan al emotivismo y a los sentimientos.
Son falaces los medios de comunicación que olvidaron que son “paideia” –instancias educadoras de la sociedad– y se dedicaron a atender intereses de partidos o de grupos fácticos.
Son falaces las organizaciones que usan el discurso verde como propio para engañar a la sociedad de que están al tanto de ella, cuando la realidad dice que lo que les interesa no es la salud, ni el medio ambiente, ni los derechos humanos, sino la utilidad y el negocio.
Son falaces los líderes religiosos que engatusan a su membresía con ideas basadas en dogmas retrógrados que hay que creer por el riesgo de la excomunión o el infierno, según sea el caso.
Son falaces quienes utilizan el discurso a su favor para conseguir sus fines. Quienes desinforman, deforman y complican la realidad engañando a la ciudadanía con discursos que tienen como base la emoción, las creencias, las ideologías, el sentimiento o la emotividad. Una sociedad como la nuestra es campo fértil para que todo aquello que no es comprobable, prenda y funcione.
Y como estamos en tiempos electorales, son falaces las candidatas y los candidatos que buscan a como dé lugar torcer el discurso porque saben que el auditorio los dará como ciertos. Pero el problema no es el discurso, el problema es que lo creamos, lo aceptemos, lo demos como verdadero y lo compartamos, sólo por pertenecer al grupo de referencia con el que nos identificamos, sin revisar el origen de la información. En mucho fue lo que vimos el pasado domingo –28 de abril– en el debate de candidatos a la Presidencia de la República, cuando nos chutamos una cantidad tremenda de falacias que tuvieron un triunfador, el suyo.
Nada alejado de la realidad, Michel Foucault afirma que la producción de información y de conocimiento está condicionada por el lugar social, cultural, político, económico, religioso o institucional que ocupan. Y la pregunta entonces sería: ¿cuál es el lugar desde donde producen sus discursos las candidatas y los candidatos que buscan conseguir cualquier escaño, pero sobre todo quienes buscan la Presidencia de la República? El concepto lugar es una analogía que puede ser social, ideológico, partidista, entre otros tantos.
El autor de “El Orden del Discurso” rematará diciendo que el discurso está controlado, seleccionado y redistribuido por un cierto número de procedimientos, que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad. De ahí el descaro y la poca pena con la se miente por sistema.
Porque no necesariamente el que “calla otorga”, es decir, no responder a insultos o denostaciones que son parte de los dichos determina la veracidad del discurso. Porque el argumento de la costumbre no siempre es válido, ejemplo, siempre se ha hecho así, siempre se ha dicho así. Porque a través del argumento de poder no siempre se tiene razón, es decir, si alguien busca la presidencia de la República, y lo dice él o ella, debe tener la razón, pero necesariamente.
Luego, otra forma de dejarnos llevar por el discurso y la aceptación o no de quienes lo emiten es la llamada falacia ad hominem, que absurdamente se basa en la idea de que si quien tiene la voz no es parte de mi grupo, de mi estrato, de mi código postal, de mi partido, de mi religión, simplemente no le creo. Cuidado.
Otra falacia se puede basar en el argumento de la vulnerabilidad, que son los argumentos que tienen como destinatarios aquellos con quienes se tiene una deuda en justicia. Otras se basan en la falta de conocimiento –de cualquier tema en particular– donde, por no comprobar, nos enganchamos. Otras que sólo se basan en los sentimientos y las emociones; comprueba por favor. O cuando se repite una afirmación, una y otra vez, hasta que la gente la convierte en verdad.
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Le recuerdo, sin apasionamientos, usted no está internalizando verdades eternas que emiten los candidatos en sus discursos; usted está recibiendo información por parte de ellos, por tanto, es preciso que verifique todo aquello que de plano no le haga click. Olvídese de una vez por todas de los tamices y filtros –analistas, comentaristas, blogueros, youtubers, comunicólogos tradicionales– que invariablemente ondean una bandera y tienen preferencias notorias por un color; el mejor método de identificación de las mismas es la verificación de los dichos.
Para quienes de pronto me piden que les recomiende un texto, que puede iluminar el tema que ahora tratamos, se llama: “Mentir. La elección moral en la vida pública y privada”, la autora es Sissela Bok, publicado en 2010 por el Fondo de Cultura Económica (FCE). No tiene desperdicio, altamente recomendado. Así las cosas.