Las hilazas del bosque y las manos femeninas de la familia
Recuerdo a mi madre contar cómo su madre, es decir, mi abuela Guadalupe, le bordaba pañuelos a su padre, mi abuelo Juan Antonio
El bordado ha sido otra de las tantas formas de amor que prodigan las mujeres ante el mundo que viven y las bebe. En los pueblos agricultores de Coahuila y en otros pueblos del mundo, el lenguaje del tejido ha sido de dar a luz frutos, legumbres y flores. Se entreveran los nombres o las iniciales, se agregan huevos de gallina, la gallina misma, las flores de la Nochebuena o alguna catarina. Así, con este lenguaje de hilados en donde nacen éstas y otras imágenes, el mundo puede resguardarse.
Recuerdo a mi madre contar cómo su madre, es decir, mi abuela Guadalupe, le bordaba pañuelos a su padre, mi abuelo Juan Antonio. Colocaba sus iniciales pero no con hilo, enhebraba un largo cabello oscuro que de alguna forma, para ensartarlo en la aguja, dividía en dos, logrando un fino acabado. De este modo el abuelo traía consigo el cabello de su mujer, acompañándole, dando forma a su nombre.
Se borda porque es una habilidad que permite decorar el hogar, hacer bello lo útil y porque es otra forma del ensueño. Este tipo de tejidos se hacen presentes en las casas de familias que comparten horizontes temporales similares en esas tierras, conservándose de 1915 en adelante.
Las mujeres que aprendieron a bordar en aquellos tiempos, continuaron heredando el conocimiento a su descendencia, sin embargo, la idea del tiempo y de la belleza, la idea del hogar y la permanencia de la familia en él, han cambiado. Entonces los tejidos y bordados son cada vez menos comunes. Conservo también pequeñas servilletas hechas por la abuela Guadalupe y por mi madre Agripina María, las cuales empleo para guardar panes o tortillas calientes.
Mi madre, creadora, hizo nacer un paisaje al bordarlo; era un boceto que tracé llanamente sobre una tela blanca. Con esa simple guía de grafito, ella tornó el cauce seco del arroyo, en un lugar de luz y agua entretejida. Agregó huellas descalzas plenas de agua sobre una roca. Luz se filtró también en esferas de hilo blanco radiante. Es mi madre quien dio vida a simples líneas de lápiz que apenas bosquejaban una fotografía que tomara allá por 2017 sobre un cañón boscoso.
En un inicio, llevé estos trazos a mi tía paterna, María del Rosario, quien colocó las líneas de los troncos de encinos en un café oscuro. Así, sangres de las sangres que me forman, entretejen esta imagen, porque así, de unir lo unido y lo distante, nace el mundo humano. Andrea, mi hija, colocó algunas hojas y yo escasas hojas con erráticas puntadas entre agujas que se clavaron en mis dedos, inexperiencia y sangre tal vez, debía aparecer también en este empeño. Mi madre siguió afanosamente, urdiendo todas las hojas y los tonos diversos de los troncos y el agua en distintos tonos que tienen que ver con lo somero o lo profundo.
Allí estaba Agripina María en un avance diario, pespunte tras pespunte luego de desayunar en la cocina, escuchando tal vez las aves que se posan en el naranjo agrio o dando la bienvenida a quien abriera la puerta de su casa. Esta es una escena en el cañón de San Lorenzo, paisaje de más de un metro de largo que en su hechura fue atravesado por la pandemia y emergió a principios de noviembre de 2023, terminado. Lo recibí doblado, lavado en tintorería y con una carta de puño y letra de mi madre.
Deberé encontrar la mejor forma de enmarcar estas horas de la vida de Agripina María en las que seleccionaba tonos y contrastes para crear una obra de verdor, luz y agua, como conjurando la vida sobre estas elevaciones en donde he aprendido un poco, a unirme con la tierra.
Encuesta Vanguardia
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