Las canciones que cuentan historias, como las pinturas, como las esculturas, como el arte en general, atraen poderosamente la atención. Los hay para todos desde que el hombre vio en ellas la posibilidad de encontrarse con mundos que le eran conocidos, pero mundos también que le empezaban a ser extraños y que, sin embargo, le embargaban los sentidos, hechizando sus mentes.
Fue Homero quien con la “Ilíada” y con la “Odisea” contó historias que se relataban y que venían de tiempos pasados, eran el producto de generaciones que venían contándolas antes, cuando no existía la literatura escrita propiamente dicha.
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Este antecedente de los poemas homéricos da a reflexionar en cómo al ser humano atraen los hechos trabajados como una historia, con cuadros que se van enlazando y componen todo un entramado y rompecabezas.
Nos gusta entender qué hay detrás de un personaje, cuáles son o fueron sus motivaciones y el contexto en que está inscrito.
Hay dos piezas musicales que desde el momento en que fueron oídas por quien escribe estas líneas hicieron sentir plenamente una historia en común. El hombre que deja su pueblo para marcharse a la ciudad. De los años treinta, ya en “Lamento Borincano”, “El Jibarito”, Rafael Hernández Marín ofrece cómo su pueblo empieza a vivir la miseria. Amanece el día y el hombre, cargado de ilusiones, inicia su jornada. Se dirige al mercado de la ciudad y se topa con que nadie compra ya su mercancía.
Este es el lamento borincano:
“Pasa la mañana entera sin que nadie quiera / su carga comprar, ¡ay!, su carga comprar. / Todo, todo está desierto, el pueblo está lleno / de necesidad, ¡ay!, de necesidad. / Se oye este lamento por doquier / de su desdichada Borinquen, sí. / Y triste, el jibarito va pensando así / diciendo así, llorando así por el camino / “¿Qué será de Borinquen mi Dios querido? / ¿Qué será de mis hijos y de mi hogar?
En unas líneas queda la constancia de cómo el pueblo vive ya amenazado por el hambre. Sin trabajo, sin oportunidades.
Letras que remiten a otra pieza musical que cuenta una historia muy parecida, la de “Jacinto Cenobio”, de Pancho Madrigal, en donde al que va cantando, contando su historia, se le dice que regrese a su pueblo. En la ciudad, no hay manera.
Jacinto Cenobio es encontrado por su ahijado en la capital: “Murió su madrina, la Trinidad / Los hijos crecieron y dónde están / Perdí la cosecha, quemé el jacal / Sin lo que más quiero, ¿qué más me da?”... Cobija y sombrero serán mi hogar”.
El hombre pide a su ahijado no contar que está en la gran ciudad. El muchacho se aleja pensando en los verdes montes y en el palmar, horizontes de su padrino. Y se pregunta: “Jacinto Cenobio, Jacinto Adán, si en tu paraíso sólo había paz / yo no sé qué culpa quieres pagar aquí en el infierno de la capital”.
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Vaya que se queda una pensando en ambos relatos que cuentan una gran historia del que emigra del campo que se ha empobrecido y se marcha a la ciudad.
La sensación de que algo mejor espera. La sensación de que se dejan atrás tristezas y miseria. ¿Qué les ofrecen las grandes ciudades? ¿Qué están dispuestas estas a dar? ¿Tan sólo espejismos?
Ojalá que las ciudades que invitan también en realidad sean capaces de enfrentar las consecuencias de las migraciones en masa. Lo que se deja atrás ha sido por falta de oportunidades, por falta de inversiones, por falta de apoyos. Ahora, las grandes ciudades, como ésta en particular, la nuestra, empiezan a deshacerse en promesas que, esperemos, sean capaces de cumplir. Y que las historias que cuentan canciones como las ilustradas aquí no se repitan incesante y tristemente.