Lo que no se atiende acaba por perderse

Opinión
/ 5 octubre 2024

Para el historiador y sociólogo francés Pierre Rosanvallon el populismo es una patología política. Para Enzo Traverso, el intelectual italiano, “...es una cáscara vacía que puede llenarse con distintos contenidos. Es un arma de combate político que apunta a estigmatizar al adversario”. Para el filósofo alemán Jurgen Habermas, es la antidemocracia misma, partiendo de que la democracia es aquel sistema de respeto a las instituciones, que permite el control de las acciones del gobierno.

El doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de la Frontera Norte, profesor e investigador del mismo, Carlos Alejandro Monsiváis Carrillo apunta que “... el populismo es un discurso en el que se expresa una concepción maniquea del mundo. En este discurso, la política se concibe como una lucha permanente entre el bien y el mal...” Y aquí podríamos seguirle con conceptos y definiciones emanadas de notables estudiosos respecto a este fenómeno que viene desde la Grecia milenaria, en la que de vez en cuando aparecía un pueblo movilizado encabezado por un líder que separaba el “nosotros que somos auténticos” de los otros, de “la élite del poder”. El populismo, sea de izquierda o sea de derecha, DIVIDE, y una nación dividida, como afirmaba Abraham Lincoln, se debilita. El populismo no suma al fortalecimiento de la misma.

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El populismo ha sido utilizado para meter en verdaderos berenjenales a los países que lo adoptan, y también para ganar elecciones. Nigel Farage arrastró a Inglaterra a un tsunami que condujo a Londres a dejar de ser el ombligo financiero del mundo y a darle con todo a sus relaciones comerciales en el continente europeo ¿Se acuerda del Brexit? Y Trump ganó la presidencia de Estados Unidos y hoy vuelve a la carga con la misma estrategia, xenofobia y odio al inmigrante, amarrando navajas con un discurso nacionalista enfermizo. El populismo hoy se expande en Europa, y en Latinoamérica avanza a pasos agigantados. Su arraigo acentúa el declive mundial de la democracia.

¿Cuáles son sus características? Por principio, el populismo usa la irracionalidad de sus cófrades -de hecho es su fuente primigenia– para incrustarse. Se vale de prejuicios alimentados en cargas emocionales –frustración, rabia, deseos de venganza, fanatismo-, en superstición, en creencia ciega que no admite la evidencia surgida de un ejercicio racional. Dicho en palabras coloquiales, “si mi abuela dice que el peral da manzanas, pues da manzanas”, aunque estén a la vista las peras. El líder que los alienta es por lo general carismático, destaca su personalidad extrovertida, sus habilidades para persuadir son efectivísimas, sabe empatar con sus escuchas. Su discurso es exaltado, le valen sorbete los argumentos basados en la lógica. “Dice” lo que su público quiere “oír”. El populismo no admite pluralidad alguna, no hay diálogo con quien piense diferente, toda vez que la verdad es única y le pertenece al pueblo que lidera el caudillo que los encabeza. El populismo arranca de raíz cualquier perspectiva en contrario. Es esencialmente antidemocrático. El politólogo Jan Werner-Müller apunta que para mantenerse un régimen de esta naturaleza se recurre a (I) la apropiación del aparato estatal, minando los mecanismos democráticos de frenos y contrapesos y la división de poderes; (II) la implantación del clientelismo de masas, intercambiando favores materiales o burocráticos por favor político; y (III) la supresión de la sociedad civil a través de la obliteración –se le cierra el paso- de la oposición, tildada como esencialmente contraria a los intereses del Pueblo. La historia, según los cánones del populismo, comienza con ellos. El pasado ni para que recordarlo, es un pudridero de traiciones. A partir del arribo del populismo se reivindica a los desposeídos, a los pobres, tras décadas de gobiernos encabezados por corruptos al servicio de los ricos o de extranjeros explotadores. Otra de sus “peculiaridades” radica en que los gobernantes populistas no tienen partidarios, tienen clientes endeudados con ellos hasta la consumación de los siglos, porque desde su “entendido”, la política sirve para que haya millones de agradecidos que le deben todo al gobernante que les da de comer y que constituyen su ejército de incondicionales. Con ellos “ganan” las elecciones democráticamente. Mire usted, bajo su égida, hasta la semántica se transforma, “libertad” es sinónimo de obediencia, “lealtad” se entiende como sumisión. Patria, nación y caudillo son lo mismo y “traición” se le denomina a cualquier discrepancia. Lo que predomina es el lenguaje del odio, de la descalificación consuetudinaria y de la burla. Y todo esto se justifica con el mito de que son los salvadores de la república, de la familia, de la sociedad misma. Y su ofrecimiento es simplista, soluciones mágicas a problemáticas bien complejas. Todo está mal, excepto el líder y el régimen que encabeza.

Combatir un régimen populista no es fácil, ni simple, ni se vence de la noche a la mañana. De entrada se requiere de un sistema de partidos políticos estable, dinámico y con mecanismos de control por parte de la ciudadanía. Y aun teniéndolo, no es garantía para deshacerse del mismo. Hoy por hoy los partidos políticos tradicionales han perdido la confianza de los electores, dadas las conductas huérfanas de honestidad de algunos de sus dirigentes, a la que abonan la de muchos de los que arriban a un cargo de elección popular avalados por las siglas de esos partidos. Lo anterior, aunado a la ausencia lamentable de una educación cívica, que nos enseñe como nacionales y como ciudadanos la relevancia que tiene nuestra participación en los asuntos públicos, empezando por el conocimiento de nuestros derechos y deberes, a más de las funciones y obligaciones de los órganos del Estado, pues abandona a su suerte a millones de personas que se vuelven presa fácil de un “iluminati” que les promete conducirlos al Nirvana, con el poder de su lengua. Ahora bien, si el populismo se alimenta de divisionismo el antídoto natural es lo contrario, la unión ciudadana. Si el populismo llama a la confrontación, convoquemos a la conciliación, al diálogo que conlleva al consenso y luego al acuerdo. “Hablando se entiende la gente”, reza la sabiduría. Pues ya está, privilegiémoslo. Que ese conversatorio sea amable, sin arrogancias, sin soberbia y con todo el ánimo de entendernos. A quienes más conviene atender esta debacle, y lo escribo con mucho respeto, es a los jóvenes ¿por qué? porque mañana ya está a la vuelta y ustedes serán adultos y la suerte del país correrá por su cuenta. ¿Qué clase de país quieren? Les juro que cambia la óptica con la edad.

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