Los infalibles

Opinión
/ 16 enero 2022
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Infalible es quien no puede errar o equivocarse, no falla. Fuera de la infalibilidad papal al hablar ex cathedra en temas de la Fe como Pastor y Doctor de la Iglesia (que es un dogma católico), el término debería tener nulo uso en la vida cotidiana. Sin embargo, si volteamos a nuestro alrededor y al espejo, haríamos bien en dudar si la raza humana ha avanzado tanto que ahora lo raro es equivocarse. Sorprendentemente, dada la cantidad de información disponible y al alcance de la mano que debería hacer más sencillo dirimir controversias, cada vez menos discusiones o debates acaban con un desenlace claro acerca de quién tenía la razón o cuál era la respuesta correcta. No importa si el tema es uno de apreciación general subjetiva o científico. Es común ver a personas discutir sobre algún tema, en persona o en redes sociales, cada uno defendiendo una verdad respaldada con creencias, sentimientos, suposiciones y bastante poca sustancia, ciencia o datos; armados con información e “información” y con poca disposición a escuchar, extendemos debates sin fin con tal de no aceptar que la otra parte tiene razón o que no estamos seguros de que lo que decimos y defendemos sea completamente cierto. Así no nos podemos equivocar; nos asumimos infalibles.

“Estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo”, era una forma cordial de terminar discusiones sin llegar a un acuerdo. Ahora, cada vez que nos animamos a salir de nuestras cajas de eco o resonancia, donde todos opinan y piensan como nosotros, estamos programados para ser infalibles, y lo peor es que nuestras contrapartes están iguales. Hablamos (o texteamos) unos por encima de otros. No estamos cableados para escuchar, leer o pensar sobre lo que el otro dice, sino para ganar la discusión, con o sin datos duros, con o sin argumentos sólidos. Lo hacemos a nivel familiar, con amigos o colegas, en persona o de manera virtual. Al mismo tiempo queremos que nuestros líderes empresariales o políticos, salidos de las mismas calles que nosotros, se comporten milagrosamente de forma distinta. No hay responsables de nada, porque de alguna forma somos capaces de generar explicaciones y racionalizaciones para justificar que tal o cual persona no se equivocó, sino que simplemente quienes lo observan o vigilan son quienes están equivocados. ¿Estamos, sin saberlo, rodeados de personas con el superpoder de ser infalibles? Desgraciadamente no, al contrario, nos hemos movido peligrosamente al extremo donde tanto pensamos que estamos en lo correcto que no nos enteramos que estamos más equivocados que nunca sobre lo que creemos entender y saber. No hay eso que los americanos llaman accountability, la idea de rendir cuentas, de ser responsables por lo que nos tocó hacer o decir y ser capaces de levantar la mano cuando la tarea a nuestro cargo no se cumplió, cuando erramos.

Una de las enseñanzas más memorables que me llevé de mi paso por el ITESM en Saltillo, hace ya tres décadas, fue la forma en la que nuestro entrenador de basquetbol, el querido profesor Jorge Jaimes (†), nos pidió que actuáramos cuando el árbitro nos marcaba un faul. “Cuando el silbato suene y sepas que tú hiciste el faul, inmediatamente levanta tu mano y voltea tu espalda hacia la mesa para que vean tu número”. Esa lección debería ser obligatoria para todos los estudiantes, deportistas o no, cada año de su educación desde primer año de primaria y hasta que se gradúan de la universidad. Equivocarse, cometer un error o un faul no debería ser visto como algo que tenga que esconderse. Claro, a nadie nos gusta equivocarnos, pero deberíamos ser conscientes de que en el salón de clases, en la cancha o en la vida todos traemos nuestro número en la camiseta y el silbato eventualmente va a sonar, a veces más seguido de lo que quisiéramos, y alguien debe responder por dicho faul; no sólo eso, también debemos saber que la mesa que lleva la cuenta de los fauls es la misma que lleva la cuenta de los puntos que encestamos. Hace unos días, con mucha presión de por medio y después de que no le quedó remedio ante el escándalo, el primer ministro de Inglaterra, Boris Johnson, tuvo que pedir disculpas por haber asistido a una fiesta mientras se pedía a la gente evitar reuniones. Fuera del ejemplo de Japón, donde los líderes reconocen sus errores, es raro ver que algún gobernante sea capaz de aceptar que se equivocó. Debería ser refrescante y hasta saludable para un presidente como el mexicano, por ejemplo, ser capaz de decir, de vez en cuando, que se equivocó, desde algo simple como usar cubre bocas a algo más complejo como una decisión de política. Nadie espera que el señor sea infalible. Tal vez, como enseñaba el profesor Jaimes, debamos procurar levantar la mano y enseñar nuestro número cuando nos damos cuenta de que no somos infalibles.

@josedenigris

josedenigris@yahoo.com

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