¡Rompecabezas!

Opinión
/ 13 septiembre 2024

¡Ah, los rompecabezas! Deberían mejor llamarse de otra forma; ¡rompebolas!, diría yo. Ese intrépido reto de la vida adulta que sólo parece tener sentido cuando nuestro cerebro ya no da para más. Los rompecabezas, mi querido lector, son la mejor forma de decirle al mundo: “Tengo tanto tiempo libre que, en lugar de hacer algo productivo, prefiero pasarme tres semanas buscando una maldita pieza con una esquina en azul”.

Pues eso le pasó a mi tía. Un buen día con mucho tiempo libre y poca materia gris en esa caja que llama cabeza, decidió que sería buena idea empezar a armar un rompecabezas. “Sí, me compré un rompecabezas de mil piezas con una bella figura femenina con sombrilla roja en un paisaje japonés otoñal”. Suena poético, ¿verdad? Pero la realidad es que el otoño japonés es más marrón que la rutina de un funcionario público. Y no, no te vuelves más sabio haciéndolo. Es más, te vuelves un poco más loco.

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El primer gran dilema existencial fue, por supuesto, ¿cómo demonios seguirán viviendo en la casa mientras el maldito rompecabezas ocupaba media mesa del comedor? Porque si ha hecho uno alguna vez, sabe bien que moverlo es como decirle a su vida: “Desmorónate, yo te ayudo”. Así que siempre que íbamos de visita terminábamos cenando sobre él. Mi tía lo cubría con manteles, casi con la misma reverencia con la que se ocultan los cadáveres en las películas de gánsteres. Total, ya estaba claro que moriría antes de terminarlo.

De vez en cuando, la gente defiende la lectura como un acto inútil, una forma de proteger tu tiempo. ¡Por favor! Proteger el tiempo es para cobardes, siendo sensatos. No hay nada más audaz que comprar un rompecabezas, sabiendo de antemano que te vas a arrepentir, que vas a maldecir la hora en que decidiste que mil piezas eran una buena idea. No es sólo que el fondo marrón sea imposible, es que mientras lo haces, la vida misma pierde sentido. Te sientes tan desconectado de la realidad que hablar de ello con los amigos sería el equivalente social a tirarse un pedo en una boda. ¿Qué vas a contarles? ¿Que una pieza del maldito cielo azul estuvo desaparecida tres días y casi la metes a la fuerza, sólo por despecho?

No es que el rompecabezas te haga más sabio, ni más interesante, ni más valioso. Te hace un ser humano más testarudo, más obsesivo y, probablemente, más difícil de soportar. Pero, hey, la gente los compra por razones elevadas: porque ayuda a despegarse del celular. Ah, sí. Qué útil es cuando lo que realmente quieres es no responderle a nadie. Te lanzas a armar esas piezas de colores mientras el teléfono vibra al otro lado de la habitación, y piensas: “Al diablo con el mundo. Yo estoy buscando la esquina del tejado de una pagoda japonesa”.

Lo curioso es que los rompecabezas, como la vida misma, no permiten atajos. O al menos eso creía hasta que recordé a mi tío, el esposo de la loca que tengo por pariente, numerando las piezas por detrás con un bolígrafo como si fuera un maldito hacker del siglo 20. ¿Qué decir de eso? ¿Es trampa? ¿O es un acto de pura genialidad? Un acto de genio que, claro, sólo puedes hacer cuando ya no es necesario. Porque, spoiler alert: numerar piezas no te salva de la miseria existencial de haber empezado el maldito rompecabezas en primer lugar.

A medida que avanzas, te das cuenta de algo profundo: la vida es exactamente como un rompecabezas. Lenta, frustrante y llena de piezas que no encajan. Es una cuestión de paciencia, luz, espacio y voluntad. Y sí, lo he pensado mucho: tal vez la clave de todo está en no pensar demasiado. Simplemente, seguir colocando piezas con la fe ciega de que, eventualmente, el encaje será perfecto. La mayoría de las veces, no lo será. Pero qué lindo es soñar.

Los rompecabezas, por cierto, son también una metáfora horrible que ya está gastada de tanto manoseo. Nos han vendido la idea de que la vida es como un rompecabezas, con todas sus piezas en su lugar, y que si sigues perseverando, la última pieza te dará ese glorioso momento de “todo tiene sentido”. Excepto cuando la última pieza decide fugarse, claro. Como le pasó a mi tía. Y ahí estás, con 999 piezas impecablemente colocadas y un agujero en el medio de tu cuadro que te grita en la cara: “La vida es una broma cruel”.

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Al final, lo más hermoso es que no hay lección alguna. El universo no se va a detener porque te falte una pieza. Tu perro está feliz, tu sofá no tiene idea de lo que ha hecho y tú, querido amigo, sigues sin entender nada. Y esa, en realidad, es la lección más sabia de todas: no importa cuánto te empeñes en buscar el encaje perfecto, siempre habrá un hueco, y el resto del mundo ni se dará cuenta.

Como podría decir el filósofo Pau Luque en su último ensayo, un rompecabezas es un ñu, que es el nombre de animal que da él a las soluciones fáciles y tramposas que responden a problemas posiblemente inventados. Qué tranquilizador es saber que, al final, una última pieza otorgará al viaje un sentido retrospectivo.

Excepto a mi tía, que esa última pieza desapareció mágicamente y vive feliz y sin objetivo vital en algún lugar en el universo, dejando un enorme espacio vacío en el centro de la imagen formada por sus 999 compañeras y ninguna lección por el camino, más que la única que realmente importa: nunca te metas con mi tío e invadas su comedor. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿qué opina?

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