El otro día confesé en público que no he visto Titanic, por lo menos no de principio a fin directamente, y la gente empezó a mirarme raro y a mirarme mal porque hay algunas cosas que se supone que tiene que haber hecho todo el mundo o que es extraño que no haya hecho.
Y es que esta película se ha vuelto ya una joya del séptimo arte que, al parecer, es el certificado de pertenencia a la humanidad moderna. Mi confesión fue el equivalente a admitir que no sabía atarme los zapatos. Porque una de las cosas que se supone que todo ser viviente debe hacer antes de morir es ver Titanic... enterita. Es como si la escena de Leo y Kate en la maldita tabla flotante fuera una especie de bautismo cultural, una ceremonia sin la cual eres oficialmente un paria social.
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Pero aprendí que ver Titanic es una de esas tareas para varias generaciones. En la vida he disfrutado de otras películas y de otras series entre las que, por cierto, no están tampoco Grey’s Anatomy (aunque esa sí la estoy viendo apenas), pero que hizo también que la gente me mirase peor aún y me dejara caer esa frase tan halagadora que destruye: “Es imposible que tú no la hayas visto”. Ocurre siempre que desde fuera se tiene más idea de lo que somos de verdad: los estereotipos de los demás.
Es increíble cómo la gente tiene una idea mucho más clara de lo que somos que nosotros mismos. Son como esos videntes que saben exactamente qué habrías hecho o visto si fueras una persona normal. No presumo de aquello que no he visto, que hay quien sí lo hace creyendo que así se las da de algo. Esas personas presumen y no hacen nada más. Actúan más como con una especie de orgullo invertido, creyendo que van a quedar como los únicos rebeldes que no se tragaron Titanic o alguna otra tendencia mundial.
Me gusta pensar en mí como ese ser misterioso que no cumple con las expectativas culturales de los demás. Yo presumiría, en todo caso, de aquello a lo que haya renunciado, pero dejar de ver Titanic completita en una sola tarde o nunca haber visto Grey’s Anatomy tuvo que ver con razones más prosaicas, sin afanes revolucionarios o contraculturales. Fue por falta de ocasión o por pereza, o que no vi el momento ni se lo he visto con el tiempo. Pereza y falta de ocasión. Que no es lo mismo que rebeldía, pero oye, es lo que hay.
Eso me llevó a pensar en lo que es el canon cultural o social. ¿Qué carajo es eso? ¿Un club secreto de cosas que todos deberíamos haber visto para no ser considerados aliens en una reunión social? ¿Quién, en nombre de todo lo sagrado y profano, ha escrito esa lista invisible de películas y series que todos debemos venerar como si fueran las nuevas tablas de Moisés?
Me pregunto dónde está esa lista y quién la ha hecho, si yo pierdo las horas decidiendo cuál es la película que quiero ponerme o el libro que quiero empezar. Esa gente que sabe de mí y me reprocha lo que no he visto, ¿dónde está cuando no sé lo que tengo que ver?
Otro dato increíble es que leí el Quijote entero apenas hace un tiempo. Y ahí me di cuenta que si uno dice que no ha leído el Quijote, lo entienden, asienten con la cabeza y le palmean la espalda con un “Bueno, es que es largo”.
Pues ya lo leí, y no me da vergüenza haber llegado tan tarde, porque quizá no era tarde: me alegra haber encontrado el momento en que lo supe disfrutar y, más que eso, en que pude disfrutarlo. Jamás presumí de no haberlo leído entero hasta que lo leí, ni alardeé luego de haberlo hecho. Tanto la espera como su lectura fueron un placer para mí solo, de esos contra los que combate el fucking Instagram.
Al final del día podemos sentir vergüenza por no haber cumplido con las expectativas de ese “canon” cultural al que supuestamente debemos inclinarnos. Porque solamente está alimentado de expectativas ajenas y de buenas intenciones, raramente de lo que realmente queremos. Vivir así no es solamente un riesgo, es la antesala a la frustración.
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¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que nos inviten a una reunión y nos pregunten si hemos visto Titanic sólo para que todos se horroricen cuando decimos que no? Bueno, siempre nos quedará el consuelo de que lo que no hemos visto aún es un placer que podemos estrenar cuando nos dé la gana. Y eso, querido lector, es algo que el resto del mundo, ya saturado de ver lo mismo una y otra vez, jamás entenderá.
Siempre debe existir la opción de mantenerse, no tanto por resistencia sino por gusto: ante el lamento abrumador de las obras imprescindibles que nos hemos perdido, siempre nos quedará la certeza de que esas obras serán para nosotros lo que ya no son para nadie: placeres por estrenar. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿Qué opina?
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