Me voy al manicomio. ¿Viene?
Le voy a contar algo increíble, entre todas las cosas que hago muy bien, está una que no quisiera, un don que más que bendición, diría, sin temor a equivocarme, que es toda una maldición. No sé por qué, de qué manera o cuál es la extraña razón, pero aunque usted no lo crea, soy todo un imán con las personas. ¡Pero con las personas estresantes!
Así es, hablo de esas maravillosas criaturas que parecen haber nacido con el único propósito de hacernos perder la cordura. ¿Quién no ha tenido la dicha de encontrarse con un individuo capaz de convertir el día más apacible en un torbellino de tensiones y sarcasmo? ¿Quién no se ha encontrado envuelto en ese viaje irónico directo hacia el fascinante mundo de aquellos seres que despiertan en nosotros la increíble habilidad de contener el deseo de lanzarles un zapato o aventarlos por la ventana?
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Es que por desgracia existen toda clase de variantes de estos seres, individuos, errores de la humanidad, o como quiera llamarle. Ejemplos de ellos, está el maestro del estrés, ese individuo que convierte cualquier situación trivial en una catástrofe épica. Sí, hablo de la persona que ve un vaso medio lleno y se pregunta por qué no está completamente lleno. ¿Será acaso una conspiración del universo en su contra? ¡Ah, claro! El vaso no está lleno porque está demasiado ocupado llevando el peso del mundo sobre sus delgados hombros. La verdad es que alguien tenía sed y decidió tomar de ese vaso, pero estos individuos no pueden soportar ver una situación normal y no fastidiarla.
Luego está el amante del drama, aquel que convierte cada anécdota en un episodio digno de un show televisivo. No importa si fue al supermercado o al trabajo, siempre hay una tragedia épica esperando a ser narrada con la intensidad de una novela shakespeariana. ¡Qué emoción puede generar una historia sobre la elección equivocada de yogur o el tráfico matutino!
Y no podemos olvidar al experto en quejas, la persona que convierte cualquier conversación en una lista interminable de desgracias personales. Desde el clima hasta la calidad del papel higiénico en el baño público, todo merece su queja. Claro, nunca se le ocurre que tal vez, sólo tal vez, la vida no gira en torno a sus lamentos diarios.
Ah, pero ¿cómo no mencionar al campeón de la crítica destructiva? Ese individuo que encuentra defectos en todo, desde la elección de la ropa de las personas hasta el diseño del menú del restaurante. No importa lo que haga, siempre hay una mirada afilada y un comentario mordaz esperando para desmontar cualquier intento de alegría o creatividad.
Y luego, oiga usted, estos seres se reproducen. No tengo nada en contra de que las personas tengan hijos, la humanidad debe crecer, pero luego estos niños son igual de insoportables que sus progenitores, o peor que ellos.
Pongamos una situación hipotética, se encuentra usted haciendo fila en un supermercado para pagar un sólo artículo, enfrente de usted está alguien más con el carrito lleno y ahí en medio de este escenario un infante que no para de llorar, pero no por alguna dolencia física o emocional, no para nada, llora porque quiere un pinche juguete a fuerzas. Imagínese ahí, usted, cansado, la fila no avanza y ese pequeño futuro de la sociedad no para de gritar y llorar. ¿En momentos como ese se da cuenta de que el uso de cloroformo en los niños debería ser algo más normalizado?
Siempre nos vamos a topar con esta clase de personajes, un jefe, compañeros de trabajo, vecinos, incluso familiares. Esa clase de gente que no sirve más que un cuchillo de palo, para joder y joder, dirían allá por mi rancho “son de esos que ni pichan ni cachan y ni dejan batear”. Yo más bien diría “son de los que no dejan de cagar el palo”.
Y sí, puede ser tentador responder a la ironía con más ironía, ser duros con ellos, pero ¿realmente es esa la solución? ¿Acaso no sería más saludable buscar la empatía y comprender que, detrás de la máscara del estrés, hay seres humanos con sus propios miedos e inseguridades?
Como le dije en un principio, siempre encuentro la manera de rodearme de ellos. En lo personal siempre me pregunto ¿cuántos años me darían por mandar a este individuo a saludar a San Peter en persona? ¿Sería un crimen o un favor a la sociedad? Luego me doy cuenta de que no vale la pena perder la poca cordura que me queda por ellos.
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Quizás, en lugar de dejarnos arrastrar por los sentimientos que nos provocan, podríamos aprender a establecer límites saludables y comunicarnos de manera efectiva. A fin de cuentas, la vida ya tiene suficientes desafíos como para agregarle la carga de lidiar constantemente con el estrés ajeno. Tal vez, sólo tal vez, podamos convertirnos en la calma en medio de la tormenta y, de paso, inspirar a los demás a dejar atrás sus preocupaciones innecesarias.
Así que, mis siempre muy queridos lectores, la próxima vez que se encuentren con una de esas personas estresantes que amenazan con arrojarles al abismo de la desesperación, recuerden que ellos no tienen la culpa, todos los métodos anticonceptivos a veces fallan. Encuentren la paz en medio del caos y en lugar de un zapato, lancen una sonrisa. Puede que sea justo lo que el universo necesita, y si nada funciona, busquen la ventana más cercana. Pero recuerde que no tiene que hacerme caso en todo, al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿qué opina?
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