El 30 de octubre de 1810 el ejército insurgente, al mando de Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, sostuvo singular batalla con tropas realistas de la Nueva España. Fue en el paraje conocido como monte de las Cruces. En este sitio, ubicado a ocho leguas (menos de 45 kilómetros) de la Ciudad de México en dirección a Toluca, las fuerzas insurgentes obtuvieron una gran victoria.
Ese triunfo fue posible porque durante el mes y medio que ya para entonces llevaba la insurrección, se habían unido a ésta unidades del ejército realista de Valladolid, Celaya, Guanajuato y Pátzcuaro, las cuales sumaban alrededor de 2 mil elementos, que “eran de igual calidad de aquellos con que iban a batirse”.
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Contaban además con un contingente de apoyo sin formación militar ni disciplina “armado de lanzas, piedras y palos”, cuyo número ascendía a 40 mil personas, de acuerdo a la estimación de Teresa de Mier, más de 80 mil según Lucas Alamán y superior a 100 mil conforme a la cifra de Lorenzo de Zavala.
El triunfo insurgente en esa batalla fue total, rotundo. Luego de obtenerlo, Hidalgo se dirigió con su heterogénea tropa rumbo a la capital y llegó hasta Cuajimalpa, donde detuvo la marcha. De haberlo así resuelto Hidalgo, con la mayor facilidad, habría tomado la Ciudad de México, lo que “hubiera sido –escribió Lorenzo de Zavala– la señal del triunfo (insurgente) en todo el territorio”.
Sin embargo, para sorpresa de todos y gran disgusto de Allende, el 2 de noviembre Hidalgo decidió la retirada. ¿Por qué tomó esa decisión tan aparentemente desacertada como absurda?
Menos de cuarenta años después, los días 22 y 23 de febrero de 1847, tuvo lugar “el combate más impresionante de la guerra contra Estados Unidos”. Sucedido aquel en las inmediaciones de la hacienda Buenavista, cerca de Saltillo; combate conocido como de la Angostura, por el sitio preciso en el que tuvo lugar.
Las tropas mexicanas, al mando del Gral. Antonio López de Santa Anna, concluyeron el día 23 con efectivo control del campo de batalla. De pronto, en la madrugada del 24 de febrero, cuando parecía inminente y segura la victoria, que les permitiría apoderarse fácilmente de Saltillo y recuperar fuerzas, de manera sorpresiva ordenó la retirada en plena noche.
Los invasores, al mando del Gral. Zacarías Taylor, se percibían derrotados y estaban obviamente desanimados. Al darse cuenta de la retirada de sus enemigos estallaron en júbilo y algunos hasta lloraron de alegría, incluido Taylor. No lo podían creer. Del lado mexicano, la extraña retirada provocó enorme desaliento, a grado tal que bien pudo haber causado el trágico desenlace y las consecuencias de esta guerra contra EU.
Más de un siglo después, el 1 de septiembre de 1982, el entonces titular del Ejecutivo, José López Portillo, sorprendió a la nación al anunciar, en el marco de su último informe presidencial, la “nacionalización” de la banca mexicana mediante decreto suyo.
Se trató claramente de una medida desesperada para confundir a la opinión pública y ocultar las verdaderas causas que generaron la grave crisis económica registrada hacia el final de su sexenio, manifestada en inflación galopante, brutal devaluación del peso, generalizada desconfianza y fuga de capitales.
Está visto que las lecciones de la historia jamás se aprenden. Ahora, luego de un tortuoso, tramposo y gangsteril proceso legislativo, este 15 de septiembre el presidente López Obrador promulgó y publicó numerosas adiciones y modificaciones a la Constitución, supuestamente para reformar al Poder Judicial. Hasta ahora nadie ha explicado de qué manera se relacionan, en estricto sentido de causa a efecto, los cambios impuestos con la mejoría en la impartición de justicia. Nadie. Son más bien para anular el sistema constitucional de frenos y contrapesos.
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A manera de hipótesis, se puede afirmar que si Hidalgo no hubiera ordenado la retirada del ejército insurgente luego de su victoria en el monte de las Cruces, la consumación de la independencia no habría exigido tanta sangre ni tardado once años en alcanzarse.
Igual, si Santa Anna no ordena retirada en la Angostura, el curso de la guerra del 47 habría sido otro y tal vez la nación no hubiera perdido la mitad de su territorio. Y si López Portillo no emite su loco decreto de “nacionalización” de la banca, ésta seguiría estando en manos de mexicanos y no de extranjeros como hoy está.
Ahora sólo nos toca ver qué efectos tendrá, ciertamente nocivos, la llamada reforma al Poder Judicial impulsada por AMLO, a manera de capricho personal y con claros ánimos vengativos. Mientras más rápidamente se revierta, menores serán los perjuicios que cause. La Nación, francamente, ya no aguanta decisiones y errores de este tipo.