Mirador 19/12/2025
La vida de los muertos es intensa, más quizá que la de los vivientes
Los espectros que vagan en la noche por los aposentos de la casona del Potrero piensan que yo también soy un espectro, y me tratan con familiaridad.
Doña Lucita de la Peña y Dávila, bisabuela del abuelo, cree que soy su hijo, muerto en la guerra del francés, y me reprende por mi afición al vino y las mujeres. El primo Antonio, que falleció hace un año a consecuencia de una caída de caballo, me dice que no acaba de acostumbrarse a esa nueva vida que es la muerte. Don Federico Gáuna –así se pronuncia por acá el apellido Gaona– maldice a los espejos, porque no lo reflejan. Y es que los espejos saben que ese hombre maltrataba a su mujer, a sus hijos y a su caballo.
Como se ve, la vida de los muertos es intensa, más quizá que la de los vivientes. Yo los oigo, miro sus ires y venires, me entero de sus amores y sus odios, y me sorprende que alguien haya hablado de “la paz de los sepulcros”.
La vida no termina con la muerte.
Tampoco la muerte acaba con la vida.
Esto no es juego de palabras: es una cuestión de vida o muerte.
¡Hasta mañana!...