Adiós al canto a Dios
El mexicano Agustín González fue a Europa allá por la octava década del siglo antepasado. Su propósito era estudiar Farmacia, pero antes viajó por Alemania, y en las antiguas catedrales oyó a los monjes entonar cantos gregorianos. Quedó súbitamente iluminado por la belleza de esa música que no parece de hombres, sino de ángeles.
Decidió entonces que su vocación no era la de farmacéutico, sino la de músico, y se inscribió en la Escuela de Música Sacra en Ratisbona. Ahí, para su sorpresa, se topó con otro mexicano, Guadalupe Velázquez, enviado por el obispo de Querétaro a aprender canto gregoriano en aquella levítica ciudad.
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Ambos mexicanos se entregaron con empeño a sus estudios. Aprobaron en dos años las asignaturas que los demás alumnos solían cursar en cuatro. Regresaron a México y se dedicaron, cada uno por su lado, a difundir el canto gregoriano. Los himnos que se oían a la sazón en las iglesias eran de inspiración teatral. Las misas cantadas parecían óperas; las alabanzas al Señor, a la Virgen y a los santos eran como arias operísticas, fragmentos de obras de Bellini, Donizetti o Verdi.
Agustín González fue a Morelia y ahí refundó la Escuela de Música Sagrada. Luego, con Velázquez, estableció en Querétaro una Escuela de Música Sacra que pervivió hasta que fue cerrada en tiempos de la Revolución. La labor de esos dos músicos tan desconocidos rindió frutos cuando en 1904 los obispos mexicanos emitieron conjuntamente una carta pastoral en la cual ordenaban que en cada diócesis hubiera una escuela de canto gregoriano, canto polifónico y órgano; escuelas donde se formarían organistas y cantores para el servicio de la liturgia.
Tuvo entonces el canto gregoriano una época de florecimiento en nuestro país. Aún recuerdo a aquellos graves salmistas que entonaban en los templos de Saltillo el “Pange lingua” y todos los hermosos himnos, cuyo sentido no entendían los fieles −nadie se cuidaba de explicárselos−, pero que movían a elevación espiritual. Vino otra revolución, la del Concilio Vaticano Segundo, y desapareció de los templos el canto gregoriano, igual que tantas otras bellezas desaparecieron. Nuevos y variopintos cantos −algunos bellos, otros no− sonaron en las catedrales. En la de Cuernavaca, en tiempos del obispo Méndez Arceo, escuché en cierta ocasión un himno con acompañamiento de guitarras que decía algo como esto:
Si viviera todavía / el Hijo del carpintero,
lo quieran o no lo quieran / hoy sería guerrillero.
No hace mucho tiempo el canto gregoriano tuvo una especie de resurrección, pero no en las iglesias, sino fuera de ellas. De pronto el mundo descubrió la hermosura de esos cantos sagrados al oírlos en las voces de los monjes de Santo Domingo de Silos, en España. Hombres de religión y de arte hicieron grabaciones cuyo contenido sorprendió por su belleza y por su hondura a oyentes de todos los países. Ahora, por fortuna, en las tiendas de discos hay algunos de canto gregoriano. Igualmente se les puede hallar en YouTube y Amazon. La gente escucha esa música; hay quienes dicen que los ayuda en sus meditaciones, o que oírla les alivia las tensiones de la vida diaria. La venerable antigüedad del canto gregoriano se hace moderna merced a los inventos de la modernidad.