Morir en silencio
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Amparito Mascareño tuvo que aprender –por las malas y peores– que los domingos se aparecen las cosas que no dejan de doler. Con el sindiós del día de descanso del creador, las ánimas penitentes de los amores extraviados se materializan con socarrón descaro en el mundo de los vivos para mantener ardiendo la flama de la estéril esperanza de encontrarse.
Desde que ingresó al encarcelamiento del asilo, no había un solo fin de semana que se escapara del coscorrón que le recetaba la vida como domingo siete, el lento correr de ese día era el morir en sigilo de los malaventurados que nunca recibirán aquello por lo que su corazón implora angustioso: El amor en reciprocidad.
Cada semana esperaba la llegada del día de visita con la ansiedad de una niña que aguarda impaciente por los regalos de navidad. Desempapelaba con parsimonia la noche sabatina para que al amanecer su familia se hiciese presente en la casa de reposo (¿o de castigo?) en la cual la internaron bajo el argumento nuboso y enclenque de que era “por su bien”, un pretexto flácido para justificar la irresponsabilidad de quien es incapaz de asumir la responsabilidad de admitir la hueva primigenia que genera hacerse cargo de una desvalida en ciernes.
A pesar de los magnánimos esfuerzos de su prole por perfumar esta maloliente verdad, la recluida siempre hizo gala de poseer un colmillo puntiagudo para descubrir las traiciones familiares. Tenía claro que ese hedor no se pierde con la distancia y estaba dispuesta a hincar el diente de la inconformidad, aunque los suyos se empeñaran en venderle su pestilencia como efluvios.
No le extrañó que casi nunca se apersonaran el día de visita, pero le era difícil ocultar que la tristeza que eso generaba en su sentir parecía un coloso junto a su figura disminuida por los años. No obstante, se resistió a dimitir en el oficio de plantarle cara a la vida, incluso en pleno resquebrajamiento emocional por la mal simulada reclusión. En yuxtaposición con lo que se veía a todas luces, apelaba al autoengaño para sobrellevar el lacerante enclaustramiento del cual era víctima.
Siendo propensa al vicio del vaticinio con ligereza, declaraba a propios y extraños que su estadía en el hospicio era temporal y que más pronto que tarde sus hijos darían marcha atrás a la abyecta decisión de mantener a una madre, lucida y fuerte, en el cautiverio de la senectud.
En rebeldía y con la nostalgia que se adquiere apoltronada en el palco de la edad provecta, miraba en su interior los días previos a que la sacaran de manera furibunda de su rutina, de su casa y de su vida. Sin embargo, ni con todo ese vigor fueron capaces de arrancarle de raíz las memorias que sólo puede atesorar una mujer de alta sociedad y benefactora de causas nobles. En ello radica el fracaso que tuvo el incremento en el flujo de calmantes suministrados para contener el despiadado oleaje de los recuerdos: imágenes de un tiempo en donde estaba permitido ejercer la felicidad, incluso en contra de la caprichosa voluntad de unos hijos empecinados en fecundarse la orfandad in vitro.
Ahí, en el escampado que sólo puede ofrecer un país libre como la imaginación, lo mismo se embarcaba con los amores prohibidos que con verdaderos amigos, siempre capaces de salir a flote en las tristezas o en las alegrías. En su mente no había cuatro paredes que la separaran del mundo que odiaba a los viejos y se reservaba el derecho de admisión a quien no fuese joven.
Cuando –a contra pelo– volvía del ensimismamiento, se calzaba la piel del personaje más estoico y digno que hubiese pisado el anexo de marras para enfrentar la soledad de saberse rodeada de coetáneos, pero lejos del siempre deseado afecto familiar.
Si sobrevivió a este mazazo consanguíneo fue, en buena medida, por la actitud positiva que la distinguió en sus mocedades, unas nasas de largo alcance para pescar carnosas reflexiones en el río revuelto del despojo emocional. Por eso, en medio del encarcelamiento a trasmano, se supo consciente de cuan afortunada se puede ser en un país de desgraciados en multitud.
En ello estriba su oposición a convertir en ruinas a quien fue una dama de hierro que se sabía irremediablemente condenada al patíbulo de los cuatro cirios cuando fue enviada al arraigo forzoso por incumplir con los mandamientos del sacro culto a la juventud y sus devaneos hedonistas.
Ahí, a deshoras entre los muros de la vetustez, comprendió que las protervas consecuencias de su irracional empeño en vivir por y para sus hijos devinieron en la formación de una ralea despiadada, monetizada e insensible. Pero, empeñada en justificar su comportamiento, achacaba a la edad los desplantes de unos juniors mal encarados, manirrotos, insolentes y zafios. El tiempo le robó la razón y transcurrió sin que una pizca de la característica dulzura materna se asomara en la actitud de los polluelos que resultaron ser unas hienas codiciosas, amén de famélicas, que vieron pasar de noche la niñez y la adolescencia.
La asfixiante soledad del domingo volvió insoslayable llevar a juicio sumario a sus malquerientes cachorros. En el confinamiento involuntario se estrelló contra la realidad como quien encuentra una epifanía a mitad de la vorágine: el peor de los guetos en el que la recluyeron fue el afectivo, un amurallamiento que la aisló de la compañía de la prole por la que se desvivió y que terminó por relegarla a toda costa. Ahí no había posibilidad de escape, pues no era sino una prisionera más en la antesala de la muerte en silencio.
Enclavada en su mecedora con el sosiego que sólo confieren los años y, de paso, hecha un mar de lágrimas, comenzó con la inacabable esperanza de cada semana porque ¿qué es un domingo en soledad sino agonizar dolorosa y lentamente en la sala de espera del inminente óbito en abandono?