Nativitas
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Atesoro en la memoria de mi corazón mis navidades de niña, me saben a cacahuates, a tejocotes, a colación... Cierro los ojos y me traslado a un patio grande en el que había mucha gente, muchos chiquillos, adultos, un árbol grandote del que se amarraba una cuerda en la que se ponía la piñata y del techo de la casa más próxima un muchacho que la jalaba, la movía, la bajaba, la subía, y pasábamos a darle con un palo a la olla de barro cargada de fruta y dulces acompañados del “dale, dale, dale, no pierdas el ritmo porque si lo pierdes, pierdes el camino”. Ocho días de piñatas, de peregrinos, de pedir posada cargando con el pesebre hecho por las manos diestras de las mamás, unos con disfraz de pastores, otros de ángeles. “Ennnnnn... el nombre del cieeelo... os pido posaaada... pues no puede andaaaaar... miiiii... esposa amaaaaaada...”.
La Navidad en México es una de las celebraciones más relevantes de quienes profesamos la fe católica, no somos los únicos, pero me centro en esta religión. El término viene del latín “Nativitas”, que significa nacimiento. Conforme al calendario gregoriano se conmemora el 25 de diciembre. El 25 de diciembre se celebra el advenimiento del Hijo de Dios, del Cristo redentor.
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Para los niños de mi generación era una fecha bien importante, nuestros padres se encargaban de que lo fuera. Mi madre me ponía de blanco, era un vestido nuevo, ella misma me lo hacía, me peinaba de caireles –mi pelo era rizado, de modo que no batallaba con los bucles– y con mi velito albo. De modo que bien bañada, perfumada con colonia de flores y el ajuar tan bonito, me sentía yo como los angelitos del nacimiento que se ponía en uno de los altares laterales de la catedral del puerto.
Rosarios, villancicos, velas y veladoras perfumadas aromaban las casas y las iglesias. La celebración la trajeron de España los conquistadores y se quedó para siempre en nuestro país. Ha evolucionado, el tiempo pasa y va matizando cuanto toca. Mi madre me llevaba a la misa de gallo que se celebraba en la soledad a las meras 12 de la noche. Era misa cantada, mi maestro Palomares era en aquel ayer quien tocaba el órgano de la iglesia y con su hermosa voz de tenor adoraba al Niño recién nacido. La misa de gallo, se colmaba el recinto de feligreses, se respiraban la solemnidad y la devoción. A mí hasta me daban de llorar, y lloraba, pero no de tristeza, sino de alegría, ver el rostro del niñito Jesús en medio de su cuna de paja, me emocionaba. Que hermosa es la inocencia de los niños. Se debería cuidar como un tesoro. Mire los ojos de un niño y se encontrará con una luz resplandeciente, con una ternura indescriptible, es como ascender al cielo y deslumbrarse con lo más puro y prístino de un ser humano.
La cena de Navidad cocinada por mi madre era deliciosa, adobaba un pollo con especias, lo dejaba reposar toda la mañana, de modo que la carne absorbía a plenitud el condimento, después en una parrilla lo ponía en un anafre chispeante de carbones...se me hace agua la boca, casi lo huelo. Se acompañaba de frijolitos machados con cebollita sofrita....ah.... ¡que rico!...Y de postre una rebanada de pastel comprado en una tienda de cuyo nombre no me acuerdo... Olvidaba las tortillas hechas a mano por doña Rosario, con las que se degustaban el ave y los porotos.
Hay dos versiones sobre los regalos navideños. La primera, es que vienen del festival romano de los Kalendas, que tenía lugar durante en el solsticio de invierno. En este carnaval el emperador recibía regalos de sus súbditos, hojas de Perenne –pertenecen a plantas, según la información botánica, que viven más de dos años- , después la costumbre se fue extendiendo a las tierras conquistadas por los romanos –Europa, Medio Oriente, norte de África– y se obsequiaban miel y pasteles. Se arraigó la tradición y se hizo parte de la celebración de Navidad.
La otra versión, es que dar regalos de Navidad nació de los obsequios que llevaron los Reyes Magos al Niño Jesús, guiados por la estrella, y que fueron incienso, oro y mirra.
Mis regalos no me los llevaba Santa Clós, sino los Reyes Magos. Así era la costumbre en mi sureña tierra de nacimiento. De modo que el día 6 de enero yo saltaba de la cama como resorte y me lanzaba a buscar lo que Melchor, Gaspar y Baltasar me habían dejado. Todo el año, porque yo era traviesa, pero traviesa, mi madre me decía: “Esther, pórtate bien o no te van a traer nada los Reyes, a ver a qué te va saber...” Medio me controlaba con esa “amenaza”. Solo tuve dos muñecas en mi infancia, y mi madre me las “renovaba” con vestiditos cada año, lo que nunca faltaron, bien envueltos en papel brillante, fueron los libros. Bendita sea doña Rosario, gracias a ella me pasé de la mano de los Hermanos Grimm y de Hans Christian Andersen. Fui Caperucita...sí, conocí al Lobo y fui yo la que le peló los dientes y le jalé la cola... no le tuve miedo. Y también vestí las galas de la Cenicienta –al príncipe de a de veras me lo encontré mucho después y tengo 52 años felizmente casada– y otras veces me vino en gana ser el hada madrina. Con Andersen llegué a la corte del bobo emperador que no llevaba ningún traje, y me bebí el Patito Feo, y la Princesa y el guisante...y ¿sabe? Conocer la estatua de la Sirenita en Copenhague, me pareció un sueño. Todas mis fantasías se arremolinaron y volví a deslizarme como ondina, en el reino de la niña del mar. Pero volviendo a cuando saltaba de la cama e iba en busca de mis regalos, descubrí que siempre me los dejaban entre las macetas que adornaban el balcón de mi casa, cargadas de helechos, de tulipanes y de rosas...y también una que otra de epazote y yerbabuena. Y gritaba a voz en cuello: “Mamááááááá...si me porté bien...”
Bueno, ya con esta me despido, como dice la canción. Le deseo, generoso lector, lectora, que tengan usted y sus seres queridos una Navidad colmada de hermosos recuerdos, pero también de esperanza, de alegría, de regocijo, para abrir la puerta de su corazón al Rey de Reyes, al Niño Jesús, que viene a regalarnos paz y serenidad y el amor más entero y noble que existe en el universo. FELIZ NAVIDAD.