Obras de misericordia
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“Este joven nacido en 1938 es abogado, profesor, fundador de escuelas, conferencista y poeta. Cronista de su ciudad, alimenta a niños en edad escolar, sostiene una radiodifusora cultural, es un consumado ajedrecista, actor de teatro, locutor, director de orquestas sinfónicas y torero. Lo mismo trata acerca de la otra historia de México que de abuelitas y abuelitos. Narra chascarrillos, anécdotas y cuentos. Recuerda a su perro Terry y luego habla de política y cosas peores. Ávido lector, políglota, maestro del idioma, sólo a él le he escuchado o leído palabras como ‘pítima’, ‘de órdago’, ‘tafanario’, ‘calipigia’ y ‘vitando’, entre otras muchas. Además escribe en los periódicos 365 días al año, con una excepción, dice él: cuando es año bisiesto, porque entonces escribe 366 días”... Acaba de aparecer una publicación del prestigiado Centro de Estudios Universitarios, CEU, de Monterrey. En ella su rector, el ingeniero Antonio Coello Valadez, me dedica esas palabras que hablan más de la bondad de quien las dice que de los méritos de aquél a quien las palabras se refieren. Otras muy bellas están en ese impreso, escritas por alguien que escribe mucho mejor que yo: mi adorada hija Luz María. “Un poeta me dio vida. Para mí robó el prendedor de Darío con su verso, su perla, su pluma y su flor. Me puso alas de libélula que me llevan a las Islas del Mar de Oriente, imaginario reino del cual me designó princesa. Hizo música para que yo la bailara, y una canción para oírla cuando me siento triste. Trajo a mis brazos de niña una muñeca, y me escuchó con paciencia cuando le dije que la muñeca había enfermado, y que sólo se curaría con caramelos... Amo a ese poeta, a las letras que escribe para que la gente las lea. Pero amo más las que escribe en mí. Yo soy una de sus palabras”. El mismo día que salió esa publicación recibí el generoso mensaje de un lector, mensaje que con su autorización transcribo: “Muy buen día, señor Armando. Licenciado debería llamarle, pero creo que le pertenece más el título de señor, en el concepto de señorío. Me nació escribirle por haber leído el día de hoy en su columna ‘Mirador’ un poema lleno de belleza que me conmovió. De todas sus facetas, la de poeta es la que disfruto y reconozco más. Hace bastante tiempo le escribí para contarle que lo vi en un restorán con su señora esposa (QEPD) y un niño pequeñito que supuse era su nieto. Yo estaba con mis hijas, a quienes les comenté de su presencia, de su fama y de mi admiración a su persona. Ellas me instaron a que fuera a saludarlo, pero no quise alterar ese momento de intimidad familiar, mucho más importante que mi deseo de estrechar su mano. Espero algún día poder hacerlo y tener el enorme privilegio de invitarlo a compartir viandas e ideas. Mientras tanto reciba un abrazo”. Y firma el doctor Oscar Treviño. Ahora bien: ¿por qué pongo aquí eso que puede sonar a jactancia o vanidad? (El ‘yo, yo’ el diablo lo inventó). Lo pongo en primer lugar para dejar de escribir siquiera por un día sobre nuestra vida pública, tan llena de corrupciones, ineptitud y sombrías amenazas. Y luego, sobre todo, para ver si con ello atempero las dudas e inseguridades que, como todo escritor, llevo en mí desde que tracé el primer renglón, y que ahora sólo con las bondades de mi prójimo pueden tener alivio. Consolar al triste es una de las obras de misericordia que enunció en su catecismo el buen Padre Ripalda. Palabras como las que he transcrito cumplen en mí esa función confortadora y me ayudan a seguir escribiendo, o sea a seguir viviendo. Con alma y corazón las agradezco... FIN.
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