Martin Buber, filósofo y teólogo judío austriaco del siglo XX, es conocido por su enfoque en las relaciones humanas, a través de su obra más influyente “Yo y Tú”, introduce su teoría del diálogo existencial, en la que argumenta que las relaciones verdaderamente humanas, y también las relaciones con lo divino, surgen cuando tratamos a los otros como un “Tú” en lugar de un “ello”.
Para desarrollar su visión de las relaciones auténticas entre las personas y entre el ser humano y Dios, Buber se inspiró en las tradiciones jasídicas, como las enseñanzas de figuras como Zusya de Anipol.
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Cuenta Buber que, en el lecho de muerte, se vio a Zusya llorar. Sus discípulos no entendían por qué. “¿Por qué ese llanto?”, preguntó uno de ellos, y luego agregó: “Maestro, tú siempre llevaste una vida repleta de bondad, una existencia ejemplar. Indudablemente, Dios tiene reservado un lugar para ti en el paraíso. ¿Por qué entonces tiemblas ante la muerte?”
Él respondió: “Cuando esté frente al Creador, me dirá: ‘Zusya, ¿por qué no fuiste otro Moisés?’. Y yo responderé: ‘Maestro del universo, no me otorgaste la grandeza y el liderazgo de Moisés’. Si me cuestiona: ‘¿Por qué entonces no fuiste como el rey Salomón?’, le diré: ‘Porque no me bendijiste con la sabiduría para ser otro Salomón’. Pero ¡qué terrible! ¿qué le contestaré si me pregunta: ‘Zusya, ¿por qué no fuiste Zusya? ¿Por qué no fuiste la persona para la que te di todas las posibilidades y cualidades?’”
LLANTO
El temor del rabino bien podría convertirse hoy en una auténtica pandemia, si las legiones de personas que dedican una parte sustancial de su vida a ser quienes no son, percibieran el modo en que dilapidan el tiempo de existencia que les fue dado.
En nuestra propia vida, esta historia nos convoca a reflexionar sobre las actividades que emprendemos diariamente, para saber si realmente están alineadas con nuestras posibilidades y cualidades.
El llanto de Zusya en el lecho de muerte es una de las enseñanzas más poderosas sobre la autenticidad y el sentido de propósito en la vida. Nos confronta con una pregunta fundamental: ¿Estamos siendo realmente quienes estamos destinados a ser? No se trata de compararse con figuras extraordinarias como Moisés o Salomón, sino de asumir nuestra propia identidad con total honestidad y responsabilidad.
CEGUERA
Es común que la existencia nos tienda una emboscada, llevándonos a percibir la realidad como algo dado, a que, de forma inconsciente, traduzcamos nuestras vidas en meras costumbres, como si fueran situaciones del destino, predeterminadas. Poco a poco, olvidamos que mucho de lo que vivimos está condicionado por nosotros mismos, por los paradigmas —formas de pensar— y los hábitos personales. Y en ese proceso, olvidamos quiénes somos.
Esta ceguera nos hace perder el control de la vida, renunciando a lo más por lo menos. Con el paso del tiempo, aunque logremos el éxito material o profesional, es común que nos sintamos vacíos, solos, infelices, sin haber advertido que teníamos la capacidad de influir en nuestro entorno, de redefinir nuestras prioridades eternas, de descubrir el verdadero camino de la existencia.
TIEMPO
Esta ceguera también puede hacernos creer que la sustancia de la vida —el tiempo— es incontrolable, que es imposible utilizarlo con sabiduría. Quizás por eso, en la vorágine de la rapidez, pretendemos alcanzar la eficiencia por la eficiencia misma, viviendo fragmentos de la existencia sin llegar a comprender la grandeza de su totalidad y las misteriosas conexiones que le dan sentido, esas que hacen que valga la pena vivirla a plenitud, sin ceder a la tentación de recorrer atajos que, al final, suelen ser los caminos más largos y dolorosos.
Por otro lado, las realidades actuales nos empujan a caminar como si lleváramos prismáticos puestos: inventando problemas o magnificándolos, cerrando nuestra visión periférica y preocupándonos solo por lo inmediato, como si fuéramos alquimistas empeñados en hacer lo amargo más amargo y lo dulce menos dulce, lo sencillo complicado, convirtiendo los medios en fines. Y no nos damos cuenta de que lo más significativo de la vida ya lo poseemos: respirar, conversar, pensar, leer.
VÉRTIGO
Sentir cómo las horas, los días y los años pasan a un ritmo vertiginoso, sin poder distinguir las razones fundamentales de nuestra existencia personal para actuar en consecuencia, sin duda atormenta la mente y encoge el espíritu del ser humano contemporáneo. Así es: confundir las prioridades esenciales que nutren y dan sentido a nuestro ser puede traer consecuencias desastrosas.
Quizás por esto nos pasamos la vida trabajando para la familia, y en el proceso la perdemos; sacrificamos la salud bajo el peso del estrés; acumulamos riqueza material sin darnos cuenta de que los grandes placeres de la existencia —la risa, el amor, la amistad, la naturaleza— son absolutamente gratuitos.
TESORO
Existen personas que, al llenarse de poder y posiciones profesionales, se vacían de lo que realmente importa: sus amigos, su pareja, sus padres, hermanos e hijos. Quizá por eso descubrimos el valor de la familia y el amor justo cuando ya nos falta. Tal vez, en consecuencia, nos jubilamos del esfuerzo por lo verdaderamente valioso; perdemos el gozo de existir y abandonamos las ilusiones que nos mantienen despiertos. Nos aburrimos ante una flor o el vuelo de una mariposa, dejamos de amar y arrancamos el corazón en reversa.
Nos pasa, como dijo aquel escritor: “¿Por qué la ausencia de la persona amada hace sufrir más de lo que su presencia hacía gozar?”. Y yo agregaría: ¿Por qué aquello que nos falta tanto no lo valoramos cuando lo teníamos en abundancia? Qué grave paradoja: el tiempo que tenemos para ser lo desperdiciamos no siendo.
DARSE CUENTA
Alguien dijo que la primera misión del ser humano es la de darse cuenta. Ciertamente, debemos darnos cuenta de lo que realmente debería ser esencial en nuestra vida: saber distinguir lo importante de lo secundario, lo que merece ser vivido de lo que no conviene experimentar, lo transitorio de lo definitivo. Darnos cuenta de lo insustituible para luego volcar en ello esos hábitos que nos pueden transformar en personas excelentes.
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Conviene, entonces, saber hacia dónde vamos, conocer la clase de navegante que somos, la ruta y las prioridades que hemos escogido. No vaya a ser que tengamos el alma dormida y estemos navegando hacia la nada. Que no nos suceda que andemos surcando la vida en la dirección contraria o en campos equivocados.
De ahí que sea muy recomendable tener la perseverancia y el inquebrantable tesón de luchar por lo significativo, fundamental y valioso de la vida, por eso deberíamos no dejarnos caer en la tentación de permutar el SER por lo transitorio, por lo secundario e insignificante.
MOTIVOS
Para distinguir lo esencial de lo secundario, hay que atrevernos a escuchar lo que nuestras almas susurran. Ahí, tal vez, descubriremos que los motivos para llegar a ser lo que somos se encuentran en lo simple: en la posibilidad de dejar una huella significativa en nuestros seres queridos, en nuestro diario oficio, en el aprendizaje continuo, en la capacidad de vivir con optimismo y esperanza, en la pasión por nuestros sueños e ideas, en el riesgo que asumimos por nuestros ideales, en apreciar y agradecer los milagros de la vida cotidiana.
La finitud es una característica ineludible de la vida. Sin embargo, se nos otorga tiempo para enfocarnos en la exploración del misterio que cada uno de nosotros es. Y se nos hace responsables, como bien lo sabía el rabino Zusya, de lo que hacemos con ese tiempo y con nosotros mismos.
Shakespeare lo entendía profundamente: “Ser o no ser”. La pregunta de Hamlet resuena incesante, recordándonos que la esencia de nuestra existencia radica en nuestras elecciones, en cómo decidimos habitar el tiempo que se nos ha concedido.
Requerimos del coraje para adentrarnos en nosotros mismos y revestirnos de la fortaleza necesaria para no caer en la peor de las emboscadas de la vida contemporánea: olvidarnos de vivir al dejar de lado la posibilidad de ser la mejor versión de nosotros mismos, aquella para la cual fuimos dotados de dones y virtudes, la que realmente somos y para la que fuimos creados y bendecidos.
Bien lo dijo Píndaro: “Ojalá lleguemos a ser lo que ya somos”.
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