Panamá: lucha entre dos selvas
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Panamá es un campo de batalla en la guerra que iniciamos hace milenios: la lucha por imponer nuestra voluntad sobre la naturaleza
Llegué a Panamá procedente de Costa Rica el martes al mediodía, tras un vuelo de apenas 50 minutos. Ya había estado en el aeropuerto de Tocumen haciendo escala, pero nunca había pisado suelo panameño. La curiosidad por conocer la ciudad era tan grande como esa terminal aérea, que es la más transitada de América Latina. Así que me pareció imprescindible incluir a la capital panameña en el recorrido que estoy haciendo por América Latina.
A diferencia de mi estancia en San José, en esta ocasión no me hospedo cerca del centro, sino en la periferia oeste de la ciudad, en una urbanización que colinda con el Parque Natural Metropolitano. Por esos azares de la vida, también me encuentro muy cerca del barrio chino, reflejo de la importante presencia de la comunidad china en Panamá.
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La razón de esta comunidad es histórica: miles de chinos llegaron al país en el siglo 19 para trabajar en la construcción del Ferrocarril Transístmico y, más tarde, en el Canal de Panamá. Si bien la monumental obra que une los océanos Atlántico y Pacífico fue financiada con capital estadounidense, fueron trabajadores chinos, antillanos y europeos quienes dejaron su vida en su construcción. No es casualidad que en mis primeras caminatas me haya encontrado en muchos lados con la consigna: “El canal es nuestro”.
Panamá es una de esas ciudades que hacen sentir a uno muy pequeño. Sus enormes rascacielos, que se multiplican por decenas, apenas me dejan ver, desde donde me encuentro, el océano Pacífico. Sus formas y tamaños son diversos, pero tienen algo en común: reflejan una modernidad vertiginosa que contrasta con la geografía tropical del país. Se dice que muchos de estos edificios están vacíos y que sólo sirvieron para lavar dinero de origen ilícito. No puedo comprobarlo, pero sí es cierto que su presencia da a la ciudad un perfil distinto a cualquier otra capital latinoamericana que haya visitado.
Pese a ello, Panamá sigue siendo una ciudad tropical y eso se nota en la constante disputa entre la infraestructura urbana y la exuberante naturaleza que no se detiene. Los árboles crecen entre los edificios, las raíces rompen las aceras y las enredaderas trepan por los muros de concreto. Aves, reptiles e insectos siguen habitando estos espacios, resistiendo nuestra ocupación. Es evidente que la presencia humana impacta a otras especies, pero ver cómo la vegetación crece en cualquier rincón nos recuerda que la naturaleza nunca se rinde.
Como ocurre en todas las ciudades del mundo, Panamá es un campo de batalla en la guerra que iniciamos hace milenios: la lucha por imponer nuestra voluntad sobre la naturaleza. Creemos que podemos domesticarla, dominarla, moldearla a nuestra conveniencia. Pero nos equivocamos. Al final, ella siempre vencerá.