Pasemos de la crítica a la acción

Opinión
/ 15 mayo 2022

No perdamos más tiempo criticando a un presidente que ya dejó de serlo, que ya abdicó de su responsabilidad. A López Obrador no le interesan los pobres, ni le interesa México, sólo le mueve conservar poder, el más absoluto posible. No tenemos un presidente de todos los mexicanos.

No nos limitemos a lamentarnos de que el Presidente haya abdicado; de que en lugar de afrontar y superar los graves problemas del país, nos distraiga cotidianamente con su irrealidad. Qué bueno que haya abdicado, porque la destrucción que este No presidente ha hecho de instituciones y reglas edificadas con el esfuerzo de muchos ciudadanos, de las organizaciones de la sociedad y de los partidos políticos, a lo largo de décadas, buscando mejorar nuestro sistema político y de vida, nos hace recordar a un gobernante chino en el año 213 AC (Irene Vallejo, El Infinito en un Junco, pg. 128), que ordenó quemar todos los libros en su reino, pues quería “que la historia empezase con él”.

La realidad no es así, nunca lo será. El avance de la especie humana ha sido posible por la capacidad de colaboración entre los distintos integrantes de una comunidad. No se avanza cuando se polariza dicha comunidad. En el caso de México, la destrucción llevada a cabo durante los últimos tres años y medio ha sido enorme y la polarización tan aguda que nos tomará años recuperar lo que habíamos logrado.

Por ello, no perdamos tiempo con el No presidente. Trabajemos, la sociedad civil interesada, en pensar qué hacer y cómo hacerlo, para reconstruir lo bueno que teníamos, superar lo malo y seguir avanzando hacia un México de libertades y justicia. Tomemos las riendas del desarrollo de México para restablecer y fortalecer nuestras instituciones, e imaginar y crear nuevas, capaces de diseñar e implementar políticas públicas, de idear mejores leyes y regulaciones. Pongamos en nuestras manos la construcción de un futuro mejor.

Partamos de los retos, los mismos que desde la campaña de 2018 fueron evidenciados. Son muchos, pero destacan los de pobreza, desigualdad, corrupción, inseguridad y cambio climático.

Respecto al reto de la pobreza, tenemos una larga experiencia en programas sociales que han buscado reducirla. Si bien los resultados han sido insuficientes y en los últimos cuatro años hemos retrocedido, la experiencia de los programas realizados en distintas administraciones federales y locales, nos deja varias lecciones que, dejando de lado los antifaces partidistas, son muy útiles para mejorar los programas, para construir soluciones más eficaces.

La primera lección es que la efectividad de estos programas no puede limitarse a lograr que más y más familias estén cubiertas; debe medirse más bien en términos del número de familias que abandonan su situación de pobreza.

Amartya Sen ofrece una definición de la pobreza muy clara. Para él es la privación de capacidad, derivada de la insuficiencia de ingreso y de la persistencia de carencias que impiden el desarrollo pleno de las personas.

En este contexto, lograr que las familias salgan de la pobreza mediante programas sociales requiere que estos efectivamente amplíen la capacidad de los hogares para superar la o las carencias que padecen y aumentar su potencial para generar más ingresos.

La política social debe proponerse que los pobres sean los primeros, sí, los primeros en tener acceso a servicios de educación y salud de calidad, los primeros en gozar de la protección de un sólido sistema de seguridad social.

Lograr que una familia salga de la trampa de la pobreza requiere, así mismo, que la política social y económica, actuando coordinadamente, logren generar suficientes oportunidades de empleo o autoempleo, para que las familias devenguen un ingreso suficiente para satisfacer adecuadamente sus necesidades de alimentación y de otros bienes y servicios, y para acceder a una vivienda digna.

Hay también una gran experiencia en materia de programas y reformas orientados a alcanzar un mayor crecimiento. Nuevamente, si bien los resultados han sido insuficientes, los esfuerzos realizados dejan lecciones que pueden ayudar a diseñar un nuevo paradigma para gestionar el desarrollo económico del país.

Una lección básica es que en materia económica sólo hay buenos resultados, en cuanto a su alcance y sostenibilidad, cuando el gobierno, el sector privado y demás actores del desarrollo, comparten propósitos y dialogan en un marco de pleno respeto al estado de derecho.

La experiencia de décadas de promover el desarrollo del país también nos muestra una realidad: ningún extremo del espectro ideológico será la solución a nuestros propósitos de erradicar la pobreza y reducir la desigualdad. La fe ciega en que el mercado es por sí solo suficiente para lograr un desarrollo dinámico e inclusivo es errónea, como lo es también la fe ciega en que el gobierno resolverá todos los problemas.

Un desarrollo dinámico y sostenible, que brinde oportunidades para todos, en un marco de libertades cada vez más amplias y de mayor equidad, en las condiciones económicas internas y externas actuales, demanda construir un nuevo equilibrio en cuanto al papel del Gobierno, el mercado y la sociedad.

Este nuevo equilibrio significa contar con un Gobierno fuerte en cuanto rector y promotor del desarrollo, y gran armonizador social. Pero la fortaleza del gobierno debe estar fundada en un equilibrio real entre poderes, donde ninguno de ellos pueda imponerse a los otros; en un pacto fiscal renovado, que nos aleje del centralismo actual, disfuncional y costoso. Un nuevo pacto que parta de una redefinición de la distribución del poder y los recursos entre niveles de gobierno, de manera que se aproveche plenamente el potencial de desarrollo de cada comunidad y región del país, y que dote a cada poder y nivel de gobierno de los recursos necesarios para cumplir las responsabilidades que las leyes le asignan y que a la vez que distribuya las cargas impositivas con equidad y contribuya a reducir las desigualdades existentes.

La fortaleza del gobierno no consiste en que éste se vuelva propietario de todo. Su rol de rector y promotor del desarrollo será eficaz en la medida que tenga capacidad para regular eficazmente los mercados y asegurar que los agentes económicos se sometan a las reglas. Su fortaleza deriva también de que ejerza sus funciones con un alto grado de transparencia y rendición de cuentas, y que, en su caso, aplique invariablemente las sanciones que corresponda.

El nuevo equilibrio requiere, a la par de un gobierno fuerte, crear las condiciones necesarias para que los mercados sean más competitivos, innovadores, creadores de riqueza susceptible de ser distribuida más equitativamente y regulada de manera eficiente para evitar abusos de poder de mercado y de conductas monopólicas. Ello precisa: Infraestructura de calidad que acreciente la competitividad de las empresas en los mercados interno y externo; inversión pública y privada en desarrollo tecnológico e investigación científica; financiamiento de calidad y asequible; respeto a la propiedad intelectual y facilidad de acceso al registro de patentes; Estado de derecho y seguridad pública.

Finalmente, este nuevo equilibrio requiere una ciudadanía fuerte. Ello implica dotar a los ciudadanos de los instrumentos legales necesarios para: Evaluar el funcionamiento de los gobiernos y frenar acciones ilegales y abusos de estos y de las grandes empresas; obligar al gobierno, de los tres órdenes, a resolver los asuntos que le plantean los ciudadanos; obtener acceso a información de las acciones y decisiones públicas; limitar la discrecionalidad de los funcionarios para negar dicho acceso.

Sólo con un Gobierno de esta manera robustecido y la presencia de mercados competitivos, innovadores, generadores de riqueza y de oportunidades de ingreso digno para todos, y una ciudadanía empoderada con los instrumentos legales necesarios para evaluar, vigilar y evitar abusos, tanto del gobierno, como de los agentes económicos, podremos lograr un desarrollo dinámico e inclusivo, que nos lleve por la senda de mayor libertad y justicia.

En materia de seguridad, corrupción e impunidad, también hay muchos esfuerzos realizados a lo largo de varias administraciones públicas de los ámbitos federal, estatal y municipal, pero sus resultados son muy pobres y cada vez más preocupantes. No parece que ahora haya menos corrupción o más seguridad. Y sin duda abatir la impunidad sigue siendo asignatura pendiente y urgente. No obstante, estas experiencias y esfuerzos nos dan lecciones que debemos usar para construir una nueva estrategia para eliminar la impunidad y la corrupción, y recuperar niveles de seguridad aceptables.

Una lección importante es que los elevados niveles de inseguridad están muy estrechamente asociados al círculo vicioso de la impunidad y la corrupción. Si no resolvemos el problema de la escandalosa impunidad que existe en nuestro país, nunca tendremos éxito en la lucha anticorrupción, ni en mejorar la seguridad pública.

La experiencia nos muestra que reducir la impunidad requiere profesionalizar los órganos de vigilancia y fiscalización, apuntalar su autonomía y mejorar sus capacidades de investigación, en los tres niveles de gobierno. Nos muestra también, de manera contundente, que militarizar la seguridad pública no es solución, que debemos ya reconocer la urgencia de reconstruir desde lo local las instituciones civiles de seguridad pública, como también las de procuración y administración de justicia. Todo ello hace necesario emprender un proceso intenso de reconstrucción institucional que cuente con la más amplia participación social y transparencia, así como con mecanismos de evaluación permanente, y correcciones en su caso.

La tarea de diseñar y construir soluciones a los retos apuntados arriba es la que debe ocuparnos, a todos, cuanto antes. No perdamos tiempo con reproches a un No presidente que ha abdicado a su responsabilidad de guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen, mirando en todo por el bien y la prosperidad de todos los mexicanos.

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