Petricor: Unión de ciencia y poesía
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Antes de que la ciencia respondiera preguntas que parecerían tan sencillas como ¿por qué llueve?, los humanos, en la antigüedad, acudieron a dioses o deidades para obtener del cielo el milagro. Tláloc en la cultura azteca era el Dios de la Lluvia, Zeus en la mitología griega, Ishkur en la antigua Mesopotamia y Júpiter para los romanos; fueron dioses que, de sus manos, soltaron la lluvia que regaba los campos y con ello el alimento y el agua que calmaba la sed de nuestros antepasados.
Luego vinieron las explicaciones de los poetas. García Lorca, Neruda, Borges, Benedetti y López Velarde coincidieron en encontrar un significado de tristeza y quizás hasta de dolor, a una tarde fría y gris viendo llover a través de la ventana. El granadino Federico García Lorca escribió: “¡Oh, lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos, lluvia mansa y serena de esquila y luz suave, lluvia buena y pacífica que eres la verdadera, la que llorosa y triste sobre las cosas caes!”. Pablo Neruda, en su casa de Isla Negra, la concebía diciendo: “De noche sueño que tú y yo somos dos plantas que se elevaron juntas, con raíces enredadas, y que tú conoces la tierra y la lluvia como mi boca, porque de tierra y de lluvia estamos hechos”.
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El maestro Jorge Luis Borges le dio en su poema “La Lluvia” un tono hasta filosófico: “Bruscamente, la tarde se ha aclarado, ¿por qué ya cae la lluvia minuciosa? Cae o cayó. La lluvia es una cosa, que sin duda sucede en el pasado”. Mario Benedetti dice: “La lluvia está cansada de llover, yo cansado de verla en mi ventana, es como si lavara las promesas y el goce de vivir y la esperanza”.
Para la ciencia, la lluvia es una respuesta lógica a una serie de procesos físicos, que se da por la evaporación del agua y la combinación de los rayos solares que la condensan, provocando un extraño choque que hace caer el agua a la tierra en forma de gotas.
El olor que surge tan pronto sabemos que va a llover, ese olor a lluvia, fue nombrado por primera vez como petricor, término acuñado por científicos australianos en 1964 para describir el olor terroso único asociado con la lluvia.
El petricor es una fragancia producto de la combinación de aceites de plantas y el compuesto químico geosmina que se libera del suelo tras una precipitación.
Lo sabemos gracias a una investigación de científicos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), quienes descubrieron el mecanismo por el cual el aroma se dispersa en el aire: el olor a lluvia, ese olor que describiera el zacatecano Ramón López Velarde, en su poema: “Tierra mojada de las tardes líquidas / en que la lluvia cuchichea / y en que se reblandecen las señoritas, bajo / el redoble del agua en la azotea...”.
Utilizando tecnología avanzada, lograron filmar las gotas de agua en cámara lenta, analizando que cuando una gota golpea una superficie porosa, se forman pequeñas burbujas en su interior. Así, dependiendo de la velocidad de la gota y de las propiedades de la superficie, se dispersa una nube frenética de aerosoles por el aire, lo que provoca el olor a lluvia. La investigación revela que se producen más aerosoles cuando la lluvia es ligera, pero se expulsan en mayor número cuando llueve intensamente y son extendidos por la fuerza del viento.
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Hasta ahí está bien, pero como explicaba el Premio Nobel de Física, Richard Feynman, “los poetas dicen que la ciencia aleja la belleza de las estrellas al convertirlas en simples globos de gas”, y en este caso, de un sólo golpe le han quitado toda la carga de romanticismo que despierta en nosotros experimentar ese olor que persiste en nuestros recuerdos al ver caer la lluvia en una tarde parisina tomando café en el Palais-Royal de la Ciudad Luz.
Y es que se trata de dos respuestas diametralmente opuestas: una que explica un fenómeno natural que alimenta al planeta y que, sin ella, sería imposible nuestra supervivencia como especie. La otra responde a la necesidad de alimentar el alma.
Dos vasos comunicantes separados, pero que al final deben unirse para llevarnos a una sola explicación que podría ser que, a pesar de que la ciencia no se identifica con el arte ni tampoco el arte con el raciocinio, al final de todas las consideraciones nos queda como alivio que no hay ciencia que se sostenga sin la poesía, ni arte que pueda resistirse al mandato de la razón.