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Soy Ricardo Ramírez, nacido en una familia de empresarios, y aprendí pronto que el poder lo era todo. Solo me faltaba alcanzarlo. Mi padre, el dueño de una famosa compañía de cigarrillos y puros, era también un gran empresario que cargaba con una sombra que opacaba a todos su alrededor. Desde pequeño se me inculcó sobresalir por el resto; ser refinado y educado eran requisitos básicos para ser considerado parte de mi familia. Algunos de mis hermanos no pudieron cargar con el peso del apellido Ramírez, portar el peso de un padre exitoso, una madre sobresaliente en cualquier actividad y unos tíos igual de prominentes que los abuelos. Nuestros antecedentes familiares hacían que la gente esperara mucho de nosotros; esperaba que los frutos de esta casta se convirtieran en grandes líderes; pero como ya dije, cargar con ese destino no es fácil. La mayoría de mis hermanos se rindieron a la mitad del camino. Esas expectativas inalcanzables que tenía la sociedad de nosotros (incluida mi familia) no eran para espíritus débiles. La mayoría de mis hermanos escapó del hogar para tener una vida más tranquila y feliz, eso sí, con un letrero gigante cargando en la espalda con la palabra “decepción”.
Pero yo no podía cargar con ese letrero tan humillante.
Nunca me gustó ser el segundo lugar. Odiaba el sentimiento de fracaso. Sentirme mediocre era lo que más me aterraba. Si las expectativas que tenían todos sobre mí eran inalcanzables, escalaría con mis propias uñas y dientes hasta superarlas una por una. Si la sombra de mi padre era enorme, crearía una colosal penumbra que opacara la suya. Odiaba a mi familia, odiaba ser eclipsado por ellos, odiaba la idea de que me vieran inferior, odiaba a mis hermanos, odiaba su mediocridad y odiaba su debilidad para enfrentar a esos seres que habían puesto una carga enorme en nuestros hombros, incluso antes de nacer. Los odiaba a todos en general y haría lo que fuera necesario para quitar esa arrogancia de sus rostros. Ahí fue cuando logré entender el verdadero significado de poder.
Cuando entré a la escuela, las únicas palabras que resonaban en mi mente eran el triunfo, victoria y prestigio. Esas palabras siguieron siendo recurrentes en mi cabeza por el resto de mi vida.
Como me lo propuse fui el mejor en todo. Fui el mejor hijo, estudiante, amigo, etcétera. No consideraba necesario tener amigos hasta que me di cuenta de lo crucial que es tener contactos y vida social en este mundo. Si no cumples con las características de una persona “normal” te tachan de raro o loco. No podía permitir que esos adjetivos sean usados para describirme. En mi fachada social, era como cualquier otro chico con amigos y algunas parejas sentimentales, a quienes nunca tomé en serio. Jamás tuve algún tipo de cariño o sentimiento a ninguno de ellos, era meramente el protocolo social. Todo esto hacía creer que ser perfecto me salía natural. Era un adolescente con características sobresalientes que hacían imposible compararme con cualquiera.
Pasaron los años y seguía manteniendo el estatus que deseaba. Al entrar en la universidad empecé a invertir con los recursos de mi familia en bienes raíces, créditos hipotecarios y préstamos bancarios para distintos negocios. Al tener la cantidad deseada y diseñar mi estrategia de crecimiento a diez años, abrí mi industria hotelera.
Con el paso del tiempo logré opacar a toda mi familia. A la edad de 22 años mi empresa se había convertido en unas de las más importantes del mundo. Había logrado superar a mi padre en todos los ámbitos. O al menos eso pensaba, ya que en una cena familiar repleta de elogios y felicitaciones por el éxito de mi propia empresa, mi padre señaló un punto que dañaba todo el trabajo que había hecho a lo largo de mi vida:
—Ricardo, me alegra que a tu industria le esté yendo de maravilla.
—Solo pongo en práctica mis conocimientos de la carrera y aun así a veces me veo en dificultades.
—¡No cabe duda que mi hijo es un verdadero genio! Ha logrado crear un imperio en la mitad de tiempo que lo hice yo.
Eso ya lo sabía. Mi mayor motivación fue verte completamente humillado al presenciar cómo tu hijo triunfaba el doble que tú a tan corta edad.
—Todo se lo debo a mi tan amado padre que pudo educarme de la mejor manera— dije.
—Sin duda estoy orgulloso, pero...
¿Pero? ¿Acaso había algo que reprocharme a mí? El mejor y más joven empresario, el amigo de todos, el ídolo de los niños, ¡el hombre perfecto! Ese hombre había dejado pasar un error o un malentendido para que te atrevieras a decirle “pero”.
—No me has dado nietos— dijo mi papá.
¿Nietos? ¿Eso es lo que me falta? Una familia. Es lógico, desde temprana edad he escuchado a ancianas repetir que la mayor realización del ser humano es procrear tu linaje. ¡Qué imbécil! ¿Cómo pude pasar eso por alto?
Después de la horripilante cena que puso en evidencia mi mediocridad, mi siguiente proyecto era conseguir una familia. Siendo guapo, de tez blanca, ojos verdes con un ligero tinte azul, cabello rizo, millonario y sobre todo inteligente, no faltaron candidatas voluntarias para cumplir con el rol de esposa.
Simplemente puse en orden las fotografías de las mujeres que yo consideraba adecuadas y jugué un “tin marín de do pingüé” para evitar ser injusto. La chica seleccionada por mi infalible técnica, resultó ser una joven de buena familia, discreta y poco conocida.
Al año de saber quién sería mi futura esposa, ya estaba casado. A los dos meses mi nueva compañera de vida estaba embarazada y, cuando la cúspide de mi vida y metas ya sabía gatear, pude haber concluido mi más grande propósito. La figura de mi familia y padre habían sido olvidados hasta el punto de que la opinión pública sólo los recordaba como “los parientes de Ricardo Ramírez”.
Miré en retrospectiva. Me resultó gracioso. La razón por la que odiaba a mi padre era por traerme al mundo con la carga tan grande de ser su hijo. La razón de mi rencor y dedicación era la misma que yo estaba entregando a la siguiente generación.
Aun así, me sentía pleno, estaba feliz con mi vida. Me sentía contento de ser el hoy y que mi padre fuera el ayer, y por un momento dejé de tensar mis hombros para tener una postura recta. Dejé que mi camisa se desfajara y pude aflojar mi corbata. Por un momento pude sentarme en la estancia sin preocuparme por los ojos que me evaluaban y pude respirar tranquilo. Mi alegre descanso duró pocos minutos, puesto que mientras yo me encontraba relajado en la comodidad del sillón, mi hijo me observaba curioso. Se sacó su chupete de la boca y al son de una melodía infernal parloteó sus primeras dos silabas: Pa-pá.
Solté una pequeña risa. “Vaya, mi hijo tenía cinco meses y ya podía pronunciar su primera palabra”, pensé... Y luego analicé un poco mejor la situación. ¡Mi hijo tenía cinco meses y ya podía pronunciar su primera palabra!
Era un completo tarado. ¡Cómo me pudo resultar gracioso el hecho de repetir el patrón que tuvo mi padre conmigo, si yo estaba haciendo lo mismo! Este niño iba a aborrecer a su progenitor, iba a hacer todo lo posible para hundirlo, iba a pensar todas las noches la cara que tendría el hombre que lo procreó, al ver cómo su hijo lo dejaba en el olvido. Este niño lo iba a arruinar todo.
Dos horas fue lo que me tomó contactar bajo el nombre de mi padre a un grupo de matones. Treinta minutos me tomó explicarles que era un viejo que buscaba venganza, que secuestraran a mi esposa e hijo, y pidieran un rescate. Además, como requisito muy especial, deberían asegurarse de matar al hijo del joven Ramírez justo en frente de él.
Al día siguiente, salí temprano del trabajo porque recibí una curiosa llamada del chofer donde me hacía saber que mi esposa había desaparecido. Pude continuar con la siguiente fase de mi plan. Me senté en mi escritorio y esperé con dignidad la llamada de un casual delincuente. La llamada de este hombre llegó 30 minutos después. En ella me pedía amablemente una considerable suma de dinero para no enviar llaveros conmemorativos de los dedos meñiques de mi esposa. Y solicitaba cordialmente que lo acompañara a su convivio en alguna bodega abandonada de la ciudad para celebrar el primer secuestro de mi hijo... y último.
Con dos maletas llenas de dinero, me dirigí a la dirección que el señor delincuente me indicó antes. Entré a la bodega con mi mejor cara de perro regañado para liberar como un valiente príncipe a mi amada familia. Después de entregar el dinero y rogar por su liberación, el delincuente soltó una carcajada al mismo tiempo que apuntaba con su pistola a la bonita personita que llamaba hijo. Todo iba de maravilla.
Empecé a correr. Corrí hacia mi hijo, poniéndome justo enfrente de la línea de tiro. Sentí cómo la bala me atravesaba justo en medio del torso. Allí, tirado en una bodega húmeda con el piso frio, escuché el llanto de mi hijo y mujer; a lo lejos, las patrullas de policía que había llamado horas antes, por fin hacían su aparición.
Bella estampa de un padre perfecto que murió heroicamente para salvar a su familia. Esa colosal sombra jamás la iba a poder opacar nadie más. Tendría que ser la mismísima noche para superar mi historia.
La mayoría termina con su vida porque no le gusta algo o mucho de ella. Yo la terminé porque la amaba, la amaba tanto que quise concluirla en su punto mal alto y glorioso.