Absolutismo a la vista
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Con fórceps y entre el griterío de sus parteros, el traumático alumbramiento de la Guardia Nacional no augura mucho de bueno para la recién llegada. Le espera una inseguridad pública convertida en la pesadilla de una sociedad hundida en la desconfianza y el miedo, esperanzada –eso sí— en que se cumpla la promesa obradorista y bajen sensiblemente los asaltos, homicidios y secuestros.
El desfile público de pifias, de enigmas sobre la operación de la GN, la exhibición grotesca de despropósitos y errores en su diseño y normas de operación le serán perdonadas a la nueva corporación si el ciudadano percibe mejoría, un antes y un después en la intranquilidad ciudadana y se logran espacios públicos mucho menos inseguros, la contención de los criminales y la tranquilidad en las calles.
La guerra de dimes y diretes entre policías federales desplazados y sus nuevos mandos civiles y militares, no habla muy bien de la capacidad previsora del Secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, al no haberse generado instancias de transición ni advertir él la avalancha que se les venía a todos encima.
Queda para la historia de ese parto con dolor la imagen de familiares de policías que marchan con ellos y participan en bloqueos y tomas de instalaciones, a la medida de su desesperación y de la reducción en sus haberes.
La policía es sólo una parte de los temas que dan forma a las nuevas y sorprendentes pesadillas nacionales, un seriado que comprende el desmantelamiento de muchas instituciones bajo una actitud recurrente ya característica del gobierno actual: atacarlas para anularlas, como parece ser también la ruta fijada esta semana contra la CNDH.
Es larga la lista del debilitamiento y destrucción de instituciones en aras, supuestamente, de un cambio necesario del cual cada vez más escépticos no nos atrevemos aún a arriesgar un nombre definitivo.
La semilla de la desconfianza, la polarización y el empobrecimiento de todo concepto institucional que no sea la construcción de una superestructura de ideología 4T —bajo el repetido argumento de la austeridad republicana y del combate a la corrupción— arrinconan al diseño mismo del Estado democrático moderno y nulifican cualquier contrapeso que pueda poner límites al poder ejecutivo. En apenas seis meses, México está lindando los años del más puro presidencialismo priista que padecimos durante mucho tiempo.
No hay fotos ni convenios de coyuntura empujados al vapor que pongan fin a la creciente desconfianza en los sectores que generan el 70 por ciento del producto interno bruto y que generan la mayor proporción del empleo.
No sólo en el cancelado proyecto del aeropuerto de la CDMX en Texcoco o en la cuestionada construcción de Dos Bocas, o en asuntos de directa implicación social como la cancelación de estancias o la eliminación de albergues para mujeres maltratadas, sentimos estar tocando las fronteras del caos. Ante la displicencia oficial, se vuelve creíble que la reciente crisis ambiental por partículas PM 2.5 se debió a falta de mantenimiento y reposición de filtros.
Al amparo de los gritos de austeridad, crece entre nosotros el sectarismo y no una noción de convencimiento general, característico de las democracias. Alain Peyrefitte, ministro gaullista, concluyó después de estudiar tres mil años de civilización humana, que los países ricos han sido capaces de crear lo que llamó la conducta confiable como una sinergia que las sociedades desarrollan cuando poseen confianza en sus instituciones y cuando observan justicia y equidad en la conducción gubernamental.
Valery Giscard D'Estaing afirmaba que no hay sociedad sin ideales que la inspiren o sin un claro conocimiento de los principios de su organización. Los periodos de gran civilización han reunido esas dos condiciones. En nuestro país todos los caminos conducen ya hacia la concentración absoluta del poder en el presidente de la República. Sin una redistribución del poder, sin una nueva y viable política social, sin planes producto del consenso y del debate, lo que resulte se llama absolutismo.