Cárceles: operadas por la delincuencia organizada

Politicón
/ 2 noviembre 2019
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Era el 2015 y en la Coordinación Nacional Antisecuestro se detectó que la geolocalización de la llamada que recibían del secuestrador del caso que se investigaba, venía del interior de un centro de Reinserción Social en Tamaulipas.

Al momento de entrar, con un grupo antimotines, no solamente dieron con el hombre que negociaba el secuestro y realizaba las llamadas a los familiares de la persona privada de la libertad, sino con la víctima. Los secuestradores habían decidido que el penal era, también casa de seguridad. El control que tenían de la prisión era tal que no solo salían del reclusorio cuando querían, sino que ingresaban gente a las instalaciones.

Nueve pantallas de plasma eran las que estaban colgadas en la celda VIP de un interno dentro del hoy extinto penal de Topo Chico, en Nuevo León. Las televisiones eran reflejo de un hackeo al C4 de Monterrey. Los reclusos tenían ojos hacia el exterior. Con base en información privilegiada planeaban y ejecutaban un sinfín de delitos.

Volví a respirar cuando despegó el avión que había llegado al Hangar de la entonces PGR por mi equipo y por mí. Eran las 4:10 am.

El día anterior, en el Centro de Reinserción Aquiles Serdán, en Chihuahua, habíamos documentado la venta de heroína desde el penal y la red de prostitución que tenían las custodias con las mujeres privadas de la libertad.

A la Fiscalía estatal no le vino bien la visita e ingresaron al hotel donde nos hospedábamos con fotos de quienes horas antes habíamos estado en el penal, para amenazarnos.

Una mujer, que decía ser esposa de un hombre privado de la libertad en el penal de La Paz, Baja California, intentaba entrar sin identificación. Al momento en que su acceso fue negado, amenazó a los custodios: "van a vivir las consecuencias".

Dos horas más tarde, el director del penal y tres personas más se debatían entre la vida y la muerte en ambulancias, en las que eran trasladados al hospital. El hombre, cuya pareja no pudo visitarlo, no estaba contento.

Mi equipo y yo nos encontrábamos en el penal de Nuevo Laredo, Tamaulipas. Documentábamos la situación de los niños que visitan a sus papás en este penal.

No lo reconocí de inmediato. Portaba un collar con la Santa Muerte, bañado en oro con diamantes. Atrás él, cuatro internos y el supuesto director del penal "cuidándolo".

Me pidió los estudios que levantábamos. Y amablemente nos invitó a irnos; nos acompañó a la salida del centro. "Aquí el centro lo manejo yo. Tendrán sus encuestas cuando regresen a México vía paquetería", nos dijo. Dejamos el material y salimos.

No transcurrió una semana de aquel momento y recibimos por paquetería, las encuestas llenas.

La carta llegó de forma anónima. Venía firmada por una persona privada de la libertad en el penal de Puente Grande, en Jalisco. El material que la acompañaba, impactante: peleas de gallo, peleas de perro, restaurante/bar con espacio para table dance, alcohol y drogas.

Las fotos y las imágenes de las mesas de extorsiones dentro de los reclusorios, "pegarle al teléfono" —como le llaman al oficio de la extorsión dentro de los centros de reclusión, los custodios sometidos por internos, videos del uso de armas… las historias de terror que se cuentan desde los centros de reclusión son interminables. Esta semana, como casi todas, hubo una nueva dosis de horror: seis personas murieron en una riña en el penal estatal de Atlacholoaya, Morelos.

Pocos estados tienen penales funcionando. Hemos normalizado los términos "autogobierno" y "cogobierno". Términos, ambos, sin sentido alguno, pero que dicen tanto. El sistema penitenciario es una olla exprés. Los subsecretarios a cargo hacen, en su mayoría, lo que pueden con lo poco que tienen. La realidad es que los gobiernos han olvidado las cárceles sin darse cuenta de que aquello que pasa dentro no solo es un tema de derechos humanos, sino de seguridad. Un estado, un país con penales que no funcionan, es un país destinado a fracasar.

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