'Cuando el narco manda', es la reflexión de Adrián López, director del Noroeste de Sinaloa

Politicón
/ 22 octubre 2019
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CULIACÁN, SIN.- El sábado pasado estuve en el velorio de un hombre joven, honesto y padre de familia. Fue la víctima inocente de una de las miles de balas que se dispararon el jueves 17 de octubre en Culiacán. El “Jueves Negro”.

No era militar ni policía. Trabajaba en Tres Ríos, el lugar del operativo fallido del gobierno federal para detener a Ovidio Guzmán López. Allí donde el Cártel de Sinaloa desató el infierno para recuperarlo.

A unos días de la lamentable situación que puso a Culiacán, Sinaloa y México otra vez en los ojos del mundo como sinónimo de la violencia y el narco, vale explicar las dos dinámicas violentas que sucedieron ese día de manera paralela:

Primero, el narcoterrorismo. Hay que reconocerlo así. El Cártel de Sinaloa desplegó una serie de acciones violentas para crear miedo en la población: realizó 19 bloqueos en las calles de diversas colonias; soltó balaceras al aire con gruesos calibres; despojó 42 vehículos y cerró vías de acceso; tomó una caseta de peaje y retuvo a dos custodios del penal para liberar a 55 reos y quemó nueve autos en puntos emblemáticos. Todo difundido a través de redes sociales y WhatsApp.

Para la noche, el miedo se respiraba y la imagen de la capital era la de una zona de guerra. La calle, el espacio público, la ciudad entera... era de los narcos.

Segundo, el ataque a los militares. Mientras duró el aseguramiento de la casa de Guzmán López, los criminales retuvieron a nueve militares que usaron para presionar por su liberación, al tiempo que atacaban al ejército en El Fuerte y en una instalación aledaña a Culiacán, así como al cuartel general y la unidad habitacional de la Novena Zona Militar.

Los ataques dejaron ocho muertos.

Ambas dinámicas sirven para dos reflexiones. Una sobre la “narcocultura” y otra sobre la estrategia de seguridad.

Sobre la narcocultura hago más bien una autocrítica como sinaloense, pues a pesar del histórico estigma, el jueves pasado los culichis vivimos algo inédito: nunca el cártel de casa había amedrentado a la comunidad desde la que construyó su imperio y en la que todavía vive y viven sus familias. Salvo episodios de violencia con fines específicos, los sinaloenses aprendimos a convivir con una mafia que busca pertenecer a la sociedad antes que expoliarla. Nos creímos el mito del “narco bueno” y el jueves nos enseñó los dientes. Aprendamos.

Sobre el operativo la lección es más obvia. Lo realizó un comando independiente de la GN que responde directamente al Secretario Durazo. Se planeó mal (no calcularon riesgos); se ejecutó mal (¡a las 2 de la tarde y sin orden de cateo!); se coordinó peor (sin apoyo de Ejército y Marina); y se comunicó pésimo: con mentiras, a cuentagotas y verdades a medias. Durante la crisis, el gobierno de Quirino Ordaz brilló por su ausencia.

La ineptitud de Durazo sumió a Culiacán en el terror, puso en riesgo a miles de personas y arrodilló al Gobierno federal ante el narco.

El Presidente y su gabinete tuvieron que tomar una decisión de mal menor para evitar el asesinato de militares y, posiblemente, personas inocentes. Pero con ella sentaron un precedente peligroso para el estado de derecho y que marcará el sexenio de López Obrador: ahora el narco manda.

Estoy seguro que la resiliente sociedad de Culiacán se levantará. Pero el gobierno no aprende: quiere vender como la victoria de un humanista una decisión desesperada y una derrota monumental.

El fracaso del Jueves Negro debería provocar renuncias y replantear estrategias. Pero para López Obrador la debilidad del estado exhibida en Culiacán no es una realidad, sino una “conjetura de expertos y conservadores”.

El miedo y las víctimas de Culiacán son reales, Presidente. Son consecuencia directa de las acciones irresponsables de su equipo. Por respeto a ellas y sus familias, tome decisiones.

El autor es director del diario Noroeste en Sinaloa

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