Días santos, pasiones carnales
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Es jueves santo. La mañana huele, sí, a santidad pero también a desprecio.
Y hay un aroma más de fondo, un vaporcillo que se hace notar de alguna manera: olor a deseo.
Flora sabe que será un día importante. Mientras escoge la falda más larga y el escote más inofensivo, piensa en lo aburrida que se siente en esa congregación donde el desprecio es el punto de partida. Está aburrida de escuchar sermones aterradores y amenazas apocalípticas que a veces encuentra tan absurdas que le gana la risa durante la impetuosa prédica del pastor juvenil y tiene que salir de la iglesia fingiendo un ataque de tos.
Pero se ha enamorado de Benjamín y tampoco hay mucha diferencia entre esta comunidad de cristianos evangélicos y la de testigos de Jehová a la que acompañaba a sus padres hasta hace algunos meses.
Lo cierto es que el principio de superioridad de ambos grupos religiosos se amasa con el mismo ingrediente clave: hay una casta de gente superior que se permite despreciar a otra porque la primera es más buena, más creyente, más apegada a los mandamientos de las sagradas escrituras.
A ella le da igual, le habría resultado más difícil cambiar de marca de desodorante que de religión; por otro lado el amor, ya se sabe, transgrede cualquier límite, con especial arrojo cuando se tienen diecinueve años.
Al principio ella y su novio sostuvieron algunas discusiones sobre las diferencias doctrinales pero pronto abandonaron esas charlas para pasar a los temas realmente importantes.
Lo que Flora quiere es coger y en eso Benjamín está en total acuerdo con ella. Tiene que ser hoy porque la calentura los desborda y la circunstancia será propicia, es su turno para salir a repartir folletos ilustrativos sobre la vida de Jesucristo y sus aleccionadoras parábolas.
La pareja se pierde camuflada y protegida por la cristiandad del grupo de “apóstoles iniciados” que les sirve de barricada. Ella camina junto a Lucía, entre las chicas uniformadas con falda kilométrica y cara lavada; él avanza al lado de Beto, con los muchachos de pelo engominado y la camisa fajada sin pliegues dentro del pantalón. La expresión sacra de sus rostros es una máscara bien aprendida en las ilustraciones bíblicas. Pero quien tenga ojos y sepa mirar notará que los traiciona, sin remedio, esa mirada bestial, la mirada del deseo.
Al llegar a avenida Juárez y Eje Central, unos pasos antes de internarse en la alameda con el resto, Flora y Benjamín se detienen, abandonan al grupo y se atrincheran en un Oxxo. Corren tomados de la mano hasta llegar al hotelucho en el que se registran entre carcajadas con falsos nombres, muertos de ganas y de miedo.
La falda infinita y el pantalón impecable salen volando, las piernas se enganchan, los sexos se encuentran como dos animales hambrientos y el sudor hace resbalar sus pieles que chocan rítmicamente una contra la otra. El colchón les queda chico, el placer los vuelve inmensos.
La batalla de cuerpos sigue hasta que se acaba el tiempo y no quedan más condones.
Veinte minutos después los amantes reparten boletines entre las bancas de la alameda junto a sus compañeros de apostolado. Se lanzan miradas furtivas, sus rostros resplandecen con la luz de quienes han alcanzado la salvación entre gemidos y espasmos.
Es viernes santo. La mañana huele, sí, a santidad pero también a desprecio.
Y hay un aroma más de fondo, un vaporcillo que se hace notar de alguna manera: olor a deseo.
Lucía sabe que será un día importante.
@AlmaDeliaMC