​El agravio de la estafa maestra

Politicón
/ 11 septiembre 2017

No hay nada de malo en contratar servicios especializados para encontrar las mejores soluciones posibles a los problemas públicos. Y menos aún si esos servicios provienen de universidades e instituciones creadas, precisamente, para formar profesionales y especialistas en las más diversas materias. De hecho, acercar a esas comunidades de investigación sufragadas por el erario público a las políticas del País tendría que ser una misión irrenunciable del Estado mexicano.

Por eso es tan agraviante que un puñado de corruptos haya hecho negocios privados al amparo de ese noble e indispensable propósito. Las auditorías y los informes de la ASF ya lo habían advertido: que algunos directivos de universidades públicas del País se estaban coludiendo con servidores públicos para formar redes de corrupción a través de la celebración de convenios de prestación de servicios técnicos, estudios y consultoría de toda índole que, en realidad, no eran sino la máscara para ocultar el trasiego de peculados multimillonarios.

Pero no fue sino hasta que Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad y Animal Político fueron hasta el fondo de ese trasiego, que se dejó ver con toda claridad la operación y el tamaño de lo que esas organizaciones llamaron: “la estafa maestra”: una larga lista de convenios suscritos al amparo de las excepciones que permite la ley para contratar universidades públicas, que a su vez subcontrataban a empresas inexistentes o inútiles, para mover el dinero a placer, sin entregar los estudios o los servicios solicitados o, de plano, sin siquiera llevarlos a cabo.

Según los datos publicados hasta ahora, al menos 11 dependencias públicas suscribieron, durante 2013 y 2014, contratos ilegales por un monto de 7 mil 670 millones de pesos con ocho universidades públicas estatales, que a su vez desviaron ese dinero a 186 empresas privadas. La investigación concluye que 128 de esas empresas no tenían personalidad jurídica para recibir ese dinero, carecían de infraestructura o simplemente no existían, de modo que se ignora el destino de 3 mil 433 millones de pesos. Un daño mayúsculo, no sólo por los montos señalados, sino por la forma y el lugar en el que ha venido sucediendo esa operación fraudulenta.

Las universidades públicas del País han de ser sagradas: es ahí donde se forman los jóvenes que vienen de abajo; los que no pueden pagarse una educación privada y aspiran, gracias al mérito y al esfuerzo propio, a tener una mejor calidad de vida. Y es ahí también donde trabaja cada día una muy vasta y comprometida comunidad de profesores e investigadores que decidieron entregarle su vida al conocimiento y a la solución honesta de los problemas de México. Esas instituciones son el reducto de la movilidad social y el albergue del mayor capital intelectual del País.

El puñado de corruptos que decidió usarlas para ensanchar sus patrimonios privados o su influencia política le han causado un agravio gigantesco al País, pues será inevitable que la secuela de esos hechos incremente la mala imagen que ya carga consigo la educación pública y ensanche la brecha que, ya de suyo, separa a la gente que no puede pagarse estudios privados de quienes nacen entre sábanas finas. Y además —tomando en cuenta que ahogado el niño, se tapa el pozo— hará todavía más difícil allegarles a esas instituciones recursos dignos y limpios para financiar sus tareas de docencia, investigación y vinculación.

He aquí una prueba contundente del daño que puede causar un puñado de ambiciosos e irresponsables. Un agravio que duele hasta el alma de quienes nos formamos en la educación pública y un llamado inmediato a la conciencia y la acción de la comunidad universitaria para impedir estos despropósitos. Nunca fue más cierto que —aunque la UNAM no tiene nada que ver con todo esto— “Por mi raza, hablará el espíritu”.

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