El efecto Diderot

Politicón
/ 20 febrero 2020

Es el efecto Diderot, y no es nada nuevo. Fue hace un cuarto de milenio (ojo, dije milenio, no siglo) que el filosofo francés Denis Diderot escribió un relato llamado “Lamento por mi bata vieja”.

En el ánimo de no cambiar de guardarropa por un aumento de tallas, empieza uno a correr porque no ocupa más que el par de tenis arrumbados en el fondo del armario desde antiguas navidades. Pero en la primera vuelta a la Ruta Recreativa se percata de una cosa: no solo hay que ser corredor, también hay que parecerlo.

Y cambia los viejos tenis de confección nacional por los nuevos Nike que lo hacen a uno flotar, y subimos a las pantorrillas para encontrar unas ajustadas medias de compresión, ya no las calcetas blancas de elástico dilatado como andares de un obispo; shorts desprovistos de bolsillos para cortar bien el viento desde un aerodinámico torso cervecero, la camiseta dry fit para no andar con espalda y sobacos mapeados por el sudor, no le hace que por debajo estemos de golondrinos como el primer Aureliano; harto bloqueador solar para no agarrar un cáncer de esos que mata a los güeros, va la gorrita coqueta, de marca y look europeos, escondiendo el despeinado. La joya de la corona: el reloj que marca calorías y la frecuencia cardiaca, distancias y elevaciones, y quien sabe que tanto más, porque hasta en bodas y funerales lo trae uno presumiendo.

Es el efecto Diderot, y no es nada nuevo. Fue hace un cuarto de milenio (ojo, dije milenio, no siglo) que el filosofo francés Denis Diderot escribió un relatito llamado “Lamento por mi bata vieja”, en el cual el personaje hace el recuento de una cascada de gastos incurridos luego de recibir una lujosa bata como regalo: sábanas acordes con la fina tela de su bonita bata, almohadones a juego con sábanas, colchón de la mejor manufactura y una cama excepcional para no desentonar, empapelar las paredes, hacerse de cuadros caros y elegantes gobelinos, más y mejor mobiliario; en fin, una espiral infinita que lo dejó en la miseria.

Ya vamos aterrizando. En época post-navideña, iniciamos con las pilas para que funcionen los juguetes eléctricos, los vestuarios y accesorios de las Barbies o el casco para la bici, los dijes y las pulseras complementan los aretes, ¿y para el set de la carne asada?, hay que comprar asador. Que felicidad cuando al balón de futbol solo había que agregarle un montoncito de piedras para hacerlas porterías y ya; con camiseta del PRI o la heredada del viejo, nada de esperar a que llegue la del Barza para meter autogoles.

Pero bueno, no se trata de aguar la fiesta del despilfarro luego de recibir los regalos. De hecho, soy un gran creyente del consumismo: considero que un planeta con más de siete mil millones de personas no puede ser sustentable en lo económico sin el fenómeno del dispendio tan bien sembrado desde el mítico Bilderberg o la realidad de Davos, que viene a representar lo mismo. Porque si lo piensas un poco, así es como debe ser: para que nos llegue la señal de Netflix debemos enviar aguacates desde Michoacán hasta Michigan, para tener un celular made in China debemos enviar petróleo a no se que otra parte del mundo; y debemos atiborrar de tequila a medio Europa para que los suizos nos envíen esas navajitas rojas.

Autos salen de Coahuila para el mundo al tiempo que tulipanes se cosechan en Holanda. Y ya no hay vuelta hacia atrás. Si dejasen los gabachos de vendernos espejitos y nosotros de proveerles café, a la vuelta de la esquina estaríamos acá matándonos por un chocolate Hershey´s y por allá expandirían su repudio hacia si mismos al encontrarse de pronto que no son inmunes a Darwin. Luego, en vez de tener programadas guerras por la riqueza que significa el petróleo, habría espontaneas matanzas por la supervivencia que el grano de arroz representa, y así como nuestra especie exterminó a los primos neardentales en ese camino evolutivo de tantas ramificaciones pero de solo un destino, alguna raza o región terminaría por imponerse sobre sus hermanos de distintos continentes. Y a manos del más fuerte podrían desaparecer asiáticos o africanos, oceánicos y europeos, y, aunque nadie desea que desaparezcan los americanistas, si queremos que pierdan hoy por la noche (Saludos Compadre Arturo).  

Pero entonces, ¿Cómo conciliar una necesidad común para el equilibrio mundial como lo es el consumismo, con la responsabilidad de no caer en lo particular en el efecto Diderot? No lo sé. Si lo supiera, andaría dando respuestas en lugar de hacer preguntas.    cesarelizondov@gmail.com

 

 

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