El otro don Benito (III)
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Benito Canales, maderista, es personaje de corrido, no de historia. Por eso va a perdurar más en la memoria popular.
“... Salió Benito Canales / en su caballo retinto, / con sus armas en la mano / peleando con treinta y cinco...’’.
Bajó de la sierra Benito Canales para ir a ver a su querida Isabel, a su Isabel querida que estaba enferma y se podía morir. La halló en su casa de Zurumuato, muy buena de salud.
-Te mandé decir que estaba enferma porque de otra manera no habrías venido. Quise avisarte que te andan buscando los de Huanimoro para matarte.
Huanimoro era una de las haciendas que Benito había atacado en el año 11, cuando se fue a la bola después de matar al jefe de la policía.
-Manque sean cien rurales -le respondió Benito-. No les tengo miedo; más bien me gustaría esperarlos, pa’ que sepan quién es Benito Canales.
Era cierto lo que decía Isabel. El hacendado había conseguido que le asignaran una fuerza de 30 federales para castigar a Canales. Esa fuerza le seguía los pasos ya de cerca. Fue su antigua amante la que los puso sobre la pista del rebelde, aquella tapatía Lucha, herida en el corazón y en el orgullo por el abandono de Benito.
Cuando Canales salía de Zurumuato se topó con los rurales, que venían de Abasolo. Se trabó la balacera. Benito, con seis de los suyos se parapetó entre las casas. Pronto cayeron sus acompañantes, y él quedó solo contra los federales.
-¡Éntrenle, pelones desgraciados! -les gritaba-. ¡Acá está uno que no les tiene miedo!
Los vecinos estaban desolados, pues la balacera amenazaba a los niños que jugaban en la plaza y que no pudieron regresar a sus casas antes de que se trabara la refriega. Algunos lloraban entre los disparos que se cruzaban el rebelde y sus perseguidores. El cura párroco salió de la iglesia y habló con el jefe de los atacantes para pedirle que cesara el fuego. Le dijo que él se encargaría de obtener la rendición de Canales.
-Vaya usted -le dijo hosco el capitán federal-. Pero si ese bandido no se rinde usted morirá junto con él.
El sacerdote se puso de rodillas y así, hincado, avanzó por medio de la calle empedrada hasta llegar a donde estaba Benito.
-¡Padrecito! -le dijo éste conmovido-. ¿Cómo es posible que venga de rodillas a encontrarme?
-A dos cosas vengo, hijo -le respondió el cura-. La primera, a pedirte que dejes las armas. No puedes tú solo contra tantos. La segunda, a confesarte.
-Está bien, padre. Ya basta de tanta mortandad. Confiéseme usted, que al fin y al cabo ya sé que ésos me van a matar.
-Deja las pistolas y quítate las carrilleras, hijo. Así armado no te puedo confesar.
Obedeció Benito y lavó sus culpas con el sacerdote, que le dio la absolución.
Cuando terminaron, Benito le dijo con una sonrisa al sacerdote:
-Ya estoy descansado, padre. Déjeme seguir peleando aunque sea otro ratito.
-Hijo -respondió serenamente el sacerdote-. Tengo empeñada mi vida. Si disparas un solo tiro moriré.
-Por mí no se ha de perder, padre. Usted ya cumplió su deber. Yo cumpliré el mío. (Concluye mañana).
Armando FUENTES AGUIRRE
‘Catón’ Cronista de la Ciudad
PRESENTE LO TENGO YO