Halloween

Politicón
/ 1 noviembre 2015
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Los adultos no tenemos derecho a restringir aquellas cosas y creencias que pronto dejarán de ser deslumbrantes para nuestros hijos

Me pregunto si el señor T. habrá llegado al cielo a bordo de su viejo pero impecable Dodge Coronet dorado del año sesenta y algo. Me gustaba sentarme en la defensa delantera y el tiempo parecía detener su marcha mientras observaba la estatuilla del cofre o capó: una estilizada figura femenina en acabado cromado. Iracundo, salía de su casa para decirme que ese era su automóvil y que yo no debía estar ahí. Nadie se podía acercar a ese coche y lo cuidaba como su más valiosa posesión. Si una pelota se nos iba hasta el patio de la familia T., suspendíamos el juego hasta que un par de  días más tarde alguno de sus empleados domésticos se apiadaba de nosotros y la devolvía por encima de la barda.

Con esas rápidas pinceladas te puedes dar una idea del lugar que ocupaba el señor T. dentro del microcosmos que era la especie de vecindad en la que pasé mi niñez; una privada, pues, dónde había de todo: los renteros, los riquillos, los jodidos, los fiesteros, los de alcurnia, los huraños, los viejitos, los invisibles, los recién casados, los persignados, los solidarios y por supuesto nosotros, los normales.

Resulta que en una ocasión, un día primero de noviembre amanecieron algunas casas de la privada con una leyenda escrita en grandes y gruesas letras verdes, la sentencia era aquella con la que nadie quería ver manchado su domicilio: Codos. Para quienes se quejan de que vamos en regresión como sociedad, les puedo asegurar que esa práctica de graffitear las casas dónde no daban golosinas era común durante mi infancia por la mayor parte de quienes salían a pedir dulces cuando octubre agonizaba. 

Imaginarás que una de las casas marcada era la del señor T., quien supongo conocía el proverbio de inexacto origen que habla de la venganza como un platillo que se sirve frío y se come lento porqué dejó correr un largo año con aquella inscripción en la pared de esa vivienda; y volvió a llegar el día de Halloween. Siendo el hogar de míster T. el primero de la cuadra, por ahí iniciamos la tradicional visita a las familias del barrio con el anuncio en la frase que todos utilizábamos más como la inocente copia del original anglosajón que como una forma de amenaza: Halloween o travesuras.  Ohhhhh, tremendo error.

En una acción impensable para los usos y costumbres de hoy, aquel decrépito hombre nos obligó a pasar a la sala. Ordenó que nos sentáramos en sus vetustos sillones y nos recetó un sermón que ya lo quisiera el más fundamentalista de los obtusos. Que si sabíamos lo que significaba aquella celebración, que si las tradiciones mexicanas, que si los dulces producían caries, que si éramos buenos estudiantes, que si asistíamos a misa, que si nosotros habíamos pintarrajeado su pared. Claro que nosotros no habíamos rayado su casa, pero él no buscaba culpables, buscaba venganza.

Finalmente, después de más de una hora de recibir sus regaños y con la magnificencia de quienes piensan que han dado una gran lección, nos dio un miserable chicle que no serviría ni para disimular el mal aliento. Para cuando nos dejó en libertad ya era hora de meternos en nuestras casas. Al día siguiente la vida era la misma de siempre, con la diferencia de que muchos niños disfrutaban de sus golosinas mientras yo rumiaba un triste chicle más pequeño que una muela.

Desde entonces le he dado vueltas y vueltas a esa historia tratando de encontrar el lado positivo, y a cerca de cuatro décadas de eso sigo sin rescatar nada bueno de aquella noche. ¿Era justo que por culpa de otros me sermonearan a mí?,¿Tenía ese señor derecho a cuestionar la educación que yo recibía en mi hogar?,¿No podría haber sido más ancho de criterio para entender distintas culturas?,¿No se dio cuenta de que en la vida de una persona, se es niño una sola vez y que las repeticiones de las festividades anuales de la infancia se cuentan con los dedos de una mano?, ¿Porque endosarnos su amargura?

Es cierto que la vida es larga, pero más cierto es que la infancia es corta. Sigo pensando que los adultos no tenemos derecho a restringir aquellas cosas y creencias que pronto dejarán de ser deslumbrantes para nuestros hijos, siento que la niñez se debería vivir libre de los yugos sociales, religiosos y aún académicos a los que más tarde el hombre solito se someterá por necesidad, convicción o conveniencia. Pienso que el mismo respeto que nos merecen los mayores, ellos se lo deben a los niños, y viceversa claro está. 

Y veníamos en mi vieja camioneta la semana pasada de una fiesta de disfraces, mi señora al volante voltea a verme entre divertida e intrigada y me dice: -¿Qué fue eso de hoy? Nunca te había visto así, de verdad que bajo ese disfraz te transformaste-. En ese momento no supe que contestarle; pero ahora entiendo que finalmente, pude cobrarle a la vida aquel Halloween que me robó el señor T.
cesarelizondov@gmail.com

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