La cuestión catalana

Politicón
/ 5 octubre 2017

El aliado más eficaz de la independencia de Cataluña terminó siendo Mariano Rajoy. Hasta el mismo día del referendo, el presidente del gobierno español se empeñó en atender el fenómeno como si fuera un asunto meramente legal, en vez de enfrentarlo como lo que es, una cuestión eminentemente política. Ahora las imágenes de la represión policiaca le han dado la vuelta al mundo y dejan la impresión de que si los catalanes se empeñan en conseguir su independencia, la respuesta de Madrid será utilizar todavía más el uso de la fuerza.

Ante la inminente declaratoria de independencia del gobierno catalán ¿qué va a hacer el gobierno español? ¿Va a golpear o encarcelar a todos los que simpaticen con esa causa? Si desata la violencia, el escenario sería semejante al de una guerra de independencia, como cualquier otra entre la metrópoli y una colonia. Ahorrarse los muertos y los heridos debe ser una prioridad para España, para Cataluña y para el conjunto de Europa.

El argumento del respeto a la Constitución tiene poca aplicación práctica. Naturalmente, los independentistas desconocen la autoridad y las leyes del país del que pretenden separarse. Madrid necesita urgentemente encontrar una fórmula política y legítima para que se decida de una buena vez si Cataluña permanece o no como parte del Reino de España. En este sentido, la alocución del Rey Felipe VI a todos los españoles fue una oportunidad no sólo desperdiciada, sino que alejó más aun la posibilidad de una negociación. Desde su posición de jefe de Estado, el Rey pudo tender los puentes que el gobierno nunca construyó. Pero no lo hizo y puso en tela de juicio su posición privilegiada como factor de unidad.

El margen de maniobra del gobierno es sumamente estrecho. Podría llamar a un plebiscito formal como el que se aplicó en Escocia, donde haya campañas, debates y argumentaciones a favor del Sí y del No. Un referendo en el que participen todos los habitantes de Cataluña, sean o no catalanes. Difícilmente el ala dura del separatismo aceptará que la votación se celebre a nivel nacional, tomándole parecer a los gallegos y los asturianos, los andaluces y los castellanos. Esto sólo podría darse, y es una posibilidad muy remota, si la Unión Europea condicionara el ingreso de Cataluña a la Comunidad, a cambio de unas elecciones generales.

Después de lo sucedido el domingo y del anuncio de que Cataluña hará una declaratoria unilateral de independencia, todas las opciones son malas para el gobierno español. Una amenaza formal de Bruselas de dejar en el aislamiento más absoluto al nuevo país podría generar dudas entre algunos independentistas. Más allá de esta presión, quizá la única alternativa con ciertas posibilidades de éxito sería la movilización activa de los pobladores de Cataluña que no son catalanes. Hay muchos residentes que llegaron a Cataluña desde otras partes de España y que no están a favor de la secesión. Éstos podrían exigir que se les tome en cuenta, mediante una votación, para determinar el futuro de la región. Si los sondeos de opinión son acertados, se supone que 54% de los habitantes de Cataluña no favorecen la independencia. Pero nadie les ha preguntado formalmente.

Europa no podrá abstraerse de lo que acontece en Cataluña. Una bola de nieve de separatismos nacionalistas podría desatarse en toda España y en todo el continente; desde el País Vasco hasta Lombardía, en Italia, Chechenia en Rusia y otra vez poner a prueba a Escocia, luego del Brexit.

Más allá del dilema catalán, el aspecto más preocupante que vivimos es el resurgimiento de los nacionalismos. El lema de campaña de Donald Trump de America First, el ascenso del Frente Nacional hasta el segundo puesto electoral en Francia, el avance de la derecha ultranacionalista en Alemania y movimientos análogos en Holanda, Austria, Hungría y Polonia, son muestras de rechazo a la globalización, a los migrantes y a la pérdida de identidad. Todos ellos ingredientes que han dado origen a las guerras más grandes que haya conocido la humanidad. ¿Habremos aprendido algo?

Por Enrique Berruga Filloy
(Internacionalista)
EL UNIVERSAL

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