Magaly: sueño y realidad

Politicón
/ 18 octubre 2020

En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada. Luis de Góngora

El pasado sábado 10 de octubre murió Magaly Sánchez Cuéllar, una mujer saltillense que dedicó muchos años de su vida a la literatura, a un activismo político que consideró conveniente para este país desgarrado y a una constante defensa de los derechos de la mujer.

Me parece increíble estar escribiendo ahora estas líneas porque sigo viendo a Magaly más viva que nunca, debatiendo, discutiendo, charlando animadamente en torno de la obra de Carlos Fuentes, Octavio Paz, Julio Cortázar, José Revueltas o los Contemporáneos.

Y sigo escuchando las aceradas frases con las que descartaba la pretensión de tantos falsos “autores” –y “autoras”- que se llaman a sí mismos “poetas” y se auto-promueven como futuros premios Nobel. “¡Ja! ¡Si eso es un soneto… yo soy Sor Juana!”, dijo una vez con histriónico énfasis ante un poema tan mal medido y rimado que daba pena.

Magaly escribió poesía, narración de ficción, crónica, artículos, ensayos, pero nunca obtuvo el reconocimiento que merecía. Evidentemente, jamás escribió bajo la consigna del aplauso o el elogio. Siempre lo hizo por el puro gusto de hacerlo y por señalar lo que ella consideraba injusto en una sociedad como la nuestra.

Un día me telefoneó para decirme algo que me dejó sin palabras: “Felicidades, Javier. De verdad te lo digo. Tú te has ganado el respeto y la admiración de esta ciudad que me vio nacer. Lástima que no pueda decir lo mismo de mí…” Me lo dijo, asó lo creo, sin amargura, sin reproche, pero sí con una pátina de tristeza.

Tan me dejó pensando aquello que hace unos años me confesó que ahora lo cito casi textualmente. Recuerdo cómo traté de desmentir su hiperbólica y equivocada aseveración. “¿Respetado y admirado en Saltillo, dices, querida? Pero, ¿a quiénes te refieres? ¿Sabes que más de cuatro me han dejado bien claro que no soy más que un advenedizo en esta ciudad?”, repliqué interrogando.

No quiso hacer caso de la verdad monda y lironda. Para ella yo era un “triunfador” en Saltillo y jamás pude quitarle esa idea de la cabeza.

Desde que abandonó Saltillo nos mantuvimos en comunicación. Hablábamos largamente por teléfono: “no sé qué hago aquí, no hay nada, nada, no hay vida cultural, no puedo conversar con nadie, mis hijos son lo único que me hace sentir viva en este pueblo…”

Habíamos trabajado juntos, hombro con hombro, en lo que sería su último libro, una colección de cuentos que quería publicar de manera independiente, pues ya no confiaba para nada en las instituciones culturales, cuyo desdén por ciertos artistas es proverbial y al parecer endémico.

Me lo dio a leer un día. Aquellos cuentos me parecieron estremecedores, a pesar de una sintaxis que fácilmente podía ajustarse. Así se lo dije y se entusiasmó con la idea de trabajarlos juntos, “sin traicionar tu estilo, Magaly, te lo prometo; sólo hace falta pulir algunos detalles mínimos…”, le aseguré.

“¿Te parece? ¿Crees que valen la pena? ¿Y tendrás tiempo de venir a casa y…?”, me acribilló a preguntas. “Por supuesto, así sea por las noches”, contesté, contraviniendo las indicaciones de mis oftalmólogos. Y así lo hicimos varias veces, pero ella estaba angustiada por no sé qué prisa: el impresor, el diseño del libro, los forros…

Tuve que decirle: “Magaly: estos cuentos no deben publicarse porque el impresor o la diseñadora lo exijan. Este libro debe publicarse cuando esté listo. Ya está escrito y los cuentos son muy buenos. Por favor, sólo necesitamos ajustar un poco la sintaxis, nada más.”

Una noche me dijo: “No puedo más. Haz con este libro lo que quieras, Javier. Confío plenamente en ti. Ya no puedo enfrentarme a esto…”.

¿Cuánto tiempo hace? ¿Dos, tres años? No recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es el rostro, la mirada de Magaly. No era una cuestión de sintaxis lo que la agobiaba. Era algo más. Era, quizá, que había puesto demasiado de sí misma en aquellos cuentos; los había alimentado con su propia vida, su memoria, sus recuerdos de un Saltillo –un pasado- que ha muerto para siempre.

Me telefoneó una semana antes de morir. La breve conversación fue incongruente y sus palabras tan tristes, tan remotas, que apenas pude pronunciar algunas frases. “La estoy esperando, pero no llega, no llega… Y me siento en un lugar nebuloso. No sé si vivo en el sueño o en la realidad. No sé qué es la realidad y qué es el sueño. ¿Por qué no llega, Javier, por qué no llega de una vez?”

Lo que escuché no era un parlamento teatral. Era mi amiga Magaly quien decía esas palabras. Era Magaly, la enérgica, la fuerte, la imponente, la siempre bien plantada; era la amiga que sabía también reconocer con humildad sus debilidades, sus dudas, su desconocimiento de estos o aquellos temas.

Nos habíamos conocido hace ya muchos años, en Monterrey, me parece. Y nuestra amistad fue tornándose cada vez más sólida, al margen de ciertos breves paréntesis. A lo largo de los años, me leyó en voz alta varios poemas extensos, me invitó a su casa muchas veces para entregarnos al delicioso lujo de la conversación…

Su curiosidad era casi infantil. Cuando le hablé de Henning Mankell, de otros narradores y poetas contemporáneos no dudó en hacerse de algunas obras suyas y leerlas con atención. Pronto los incorporó a su acervo y los citaba con frecuencia. Le gustó mucho “Zapatos italianos”.

Vi ese libro sobre la mesita de una acogedora sala de su casa en Saltillo. El separador estaba puesto en las últimas páginas del volumen… Aquella sala era la misma en la que, muchos años antes, yo había leído durante largas horas “Las ilusiones perdidas”, de Balzac. Se lo recordé y sonrió, pero no me habló entonces de ilusiones perdidas sino de “Zapatos italianos”, con entusiasmo.

¿Dije ya que era una ferviente defensora de los derechos de las mujeres? Sí, lo era. Pero no era una “feminazi”, como tampoco era una radical de “izquierda”. No sabría definir una mujer como Magaly. Necesitaría de la capacidad de un  Cervantes, un Víctor Hugo, un Henry James o un Marcel Proust para hacer el retrato de un personaje tan interesante, tan complejo y apasionante.

Es extraño que Saltillo sea una ciudad rica en talento y en personajes extraordinarios, copiosa en artistas brillantes a los que sistemáticamente suele escatimar su reconocimiento. Por eso, desde este modesto espacio, rindo homenaje a Magaly Sánchez Cuéllar, la mujer de letras, la intelectual, la activista y la gran amiga.

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