Regué el café y no me mori
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El pánico de hacer algo mal no yace en la falta de la solución, sino en los comentarios que serán consecutivos al acto
Cuánto agobio se respira en esta temporada de trabajos finales. Los rostros demacrados y sin vida intentan lograr acabar con los cinco ensayos de índole distinta, estudiar para los cuatro exámenes de contenido extenso y, aun así, tener un par de segundos para respirar y acordarse que la vida no es sólo el trabajo de un semestre, aunque así se sienta y así lo hagan parecer. Quisiera decir que este agobio y estrés dura sólo en esta época, pero lamentablemente no es así. A lo largo de cada día, con el más mínimo detalle, es común hacer todo un escándalo o incrementar de forma innecesaria los nervios de uno.
Cuántas veces no ha sucedido que, poniendo por caso, alguno de nosotros ha derramado café sobre la mesa o sobre el suelo y no falta que nuestros padres, amigos o quien esté alrededor diga: “¡Ay, María! ¡No tienes cuidado con nada, hijita!”, o un “Siempre con tu desmadre”, en- tre otras expresiones fuera de lugar y de tono por el hecho simple y poco importante de haber regado unas cuantas gotas de café. ¿Por qué este reproche continuo a equivocarnos? ¿Por qué nos causamos agobio, es trés y problemas innecesarios entre nosotros mismos? Póngase cómodo, querido lector, que pretendo robar- me su atención por un buen rato.
Todos tendemos a querer hacer todo de la forma más correcta, lo cual me parece un gran acierto y un excelente hábito; sin embargo, nos aferramos tanto a ese ideal de “hacer las cosas bien” que con cualquier desliz de error se desata una desestabilidad en el interior que de a poco nos va consumiendo. ¿Por qué tanto problema de equivocarse? Porque vivimos en una sociedad donde se ha fomentado ese cons tante reproche al error, mas no una búsqueda de soluciones para corregirlo. El pánico de hacer algo mal no yace en la falta de la solución, sino en los comentarios que serán consecutivos al acto; y lo más gracioso e incoherente de todo es que los mismos que critican la equivocación ajena, son los mismos que se quejan y se enfadan cuando se les culpa o regaña.
¿Qué pasa si se derrama el café? Se limpia. ¿Qué pasa si se reprueba una asignatura? Se repite y uno se pone las pilas para sacarla. ¿Qué pasa si se hizo un mal comentario que provocó un malentendido? Se reconoce y se pide perdón. ¿Y si no nos perdonan? El problema no es nuestro, sino del que quiere seguir con el rencor. Esa costumbre de hacer por todo un problema no tiene función alguna, pues, aunque desafortunadamente estamos acostumbrados a aprender a base de regaños y humillaciones públicas, existe una manera más fácil (como en todo) de arreglar las cosas, y nadie mejor que Benedetti para explicarla: “En un platillo de la balanza coloco mis odios; en el otro, mis amores. Y he llegado a la conclusión de que, si las cicatrices enseñan, las caricias también”.
Equivóquese y ya verá lo que sucede; le prometo que el mundo no va a dejar de girar, el oxígeno no se va a terminar y, a menos que usted se lo provoque, podría casi asegurar que por un simple error, usted no-se-va-a-morir. Qué vida tan poco vivida esa en la que uno por todo tenga un drama o un problema. Y si le dicen algo que no contribuya a su mejora o a su bien- estar, no lo tome en cuenta; no siga cavando el pozo de la desgracia con ánimos de ser rescatado. “Qué fácil decirlo”, pensará usted, pero tan fácil es pensarlo, como decirlo, como hacerlo; el límite se lo pone usted mismo. Riegue todo el café, querido lector, pues sólo así podrá limpiarlo y saber qué movimiento no hacer para regarlo de nuevo; y si lo riega de nuevo, lo limpia de nuevo. Si de algo estoy segura es que a esta vida no vinimos a complicarnos. A Cortázar le bastaba “cerrar los ojos para deshacer todo y volver a empezar”; le prometo que a usted también.