Rosario...
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Una de esas pocas noticias que le llenan a uno el alma, queridos lectores, y más en estos tiempos de divisiones y enconos, es la de la decisión prácticamente unánime del Senado de la República de otorgar la medalla Belisario Domínguez a Rosario Ibarra de Piedra, una de las grandes figuras de la defensa de los derechos humanos en nuestro país.
Después de toda la polémica generada por el calificativo de "valientes" a los jóvenes aprendices de guerrilleros que provocaron la muerte de Eugenio Garza Sada en un fallido intento de secuestro en 1973, asunto al que ya me he referido en estas páginas recientemente (ver mis dos más recientes textos "¿Guerra Sucia?" y "No es lo mismo no olvidar que recordar…") ha quedado en evidencia lo poco que sabemos acerca no solo de los movimientos armados de los sesentas y setentas del siglo pasado, sino también sobre las acciones y omisiones gubernamentales sin las cuales es imposible entender su génesis, así como la brutal respuesta de un Estado que se sintió acorralado y no supo hacer otra cosa que recurrir a la violencia institucional.
La cerrazón y represión que cerraron las vías de la disidencia pacífica o política se recrudecieron ante el surgimiento de distintas guerrillas rurales y urbanas y, para los años setenta, tanto Lucio Cabañas como la Liga Comunista 23 de Septiembre capturaban la atención de la colectividad mexicana, ya infundiéndole terror, comprensión o incluso simpatías ante la evidencia reiterada una y otra vez de que el sistema monopartidista no se iba a abrir a las exigencias democratizadoras de amplios sectores de la sociedad. Después del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971 resultaba más que evidente que los cerrojos tenían doble o triple candado. Muchas vidas se perdieron, no solo los muertos sino también los incontables que perdieron juventud, ilusiones y sueños en la cárcel o la clandestinidad.
Entre ellos figuraba Jesús Piedra Ibarra, acusado de ser integrante de la arriba mencionada Liga 23 de Septiembre y detenido por su supuesta participación en el asesinato de un policía, Guillermo Villarreal. Nada extraño habría en que la policía detenga y procese a un guerrillero y presunto asesino: quien opta por la vía armada se expone a caer en combate o a ser llevado preso y sujeto a proceso legal. Pero, y aquí es donde les pido su especial atención, queridos lectores, en un país de leyes, en un país civilizado, la frase clave es justo esa: sujeto a proceso legal.
No lo fue Jesús Piedra: desapareció en 1974 sin dejar rastro aparente, no obstante los incansables esfuerzos de su madre por encontrarle. Tras un largo peregrinar por toda suerte de oficinas gubernamentales, Rosario Ibarra de Piedra amplía su búsqueda al darse cuenta de que no es ella la única que busca sin encontrar rastro: miles de esposas, hermanas, madres, padres, hijos no hallaban a los suyos. Muchos, eso sí, tenían en común haber caído en manos de alguna autoridad antes de desaparecer.
Es así como la madre desesperada se convierte en activista. Su lucha individual continúa (hasta la fecha no se sabe dónde quedó su hijo) pero trasciende y se convierte en una causa: la de la búsqueda de los desaparecidos en México. Funda el Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos (¡Eureka!), hace plantones, huelgas de hambre, recorre el país, y es dos veces candidata a la presidencia de la República, la primera en 1982 y la segunda en 1988. En 2006 es electa senadora de la República. Rosario Ibarra le dio rostro y expresión a la desesperanza. Ha sido faro de luz para quienes viven en las catacumbas de un sistema que les quitó todo lo que tenían y no les dejó ni siquiera una lápida, ni siquiera la certeza —terrible, pero certeza al fin— de la muerte del ser querido.
Hoy, por razones bien distintas pero que también tienen que ver con acciones y omisiones gubernamentales, hay más de cuarenta mil desaparecidos en el país. Para quienes los buscan, el reconocimiento a doña Rosario es una señal de que, aunque sea eterna e infructuosa, la lucha vale la pena.