Por muy larga...

Opinión
/ 27 agosto 2024

Vivimos en una era marcada por un fenómeno alarmante que el Papa Francisco ha denominado la “cultura del descarte”. Esta cultura, caracterizada por una actitud consumista y utilitarista, se manifiesta en la facilidad con la que no solo desechamos objetos y bienes materiales, sino también a personas. En palabras del Papa, “hacemos sobrar no solo cosas, sino personas”. Este concepto va más allá de un simple acto de exclusión; es una crítica profunda a cómo las dinámicas sociales actuales erosionan los valores humanos más fundamentales.

No por nada, en 1995, la filósofa Adela Cortina acuñó la palabra aporofobia para describir el rechazo, aversión, temor y desprecio hacia las personas en situación de pobreza. Esta palabra está formada a partir de las palabras griegas á-poros, que significa “sin recursos” o “pobre”, y “fobos”, que significa “miedo”.

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En la cultura del descarte, las personas son valoradas en función de su utilidad. Aquellos que no se ajustan a los criterios de productividad o rentabilidad son considerados prescindibles. Este fenómeno es especialmente evidente en la forma en que tratamos a los ancianos, los pobres, los inmigrantes, los enfermos y a todos aquellos que, por diversas razones, son vistos como una carga para la sociedad. Esta deshumanización no solo afecta a los individuos marginados, sino que también rompe los lazos más íntimos y auténticos que sostienen el tejido social. Las relaciones humanas, que deberían estar basadas en la dignidad y el respeto mutuo, se vuelven frágiles y transaccionales.

Una sociedad que rechaza al otro, que margina a sus miembros más vulnerables, está destinada a disolverse y a generar violencia. Cuando los vínculos sociales se rompen, se abre la puerta a la desesperación, el resentimiento y, en última instancia, a la violencia. Esta espiral destructiva no solo afecta a los marginados, sino que pone en peligro la estabilidad y la cohesión de toda la comunidad. El resultado final de esta dinámica es la muerte, tanto simbólica como literal, de individuos y comunidades enteras.

Mucho de lo que estamos viviendo en México evidentemente no tiene nada de bueno. La renuncia a la libertad y la democracia, la violencia, la impunidad, la corrupción, la desigualdad y pobreza, así como la discriminación son realidades negativas que parecen los signos distintivos de estos tiempos “modernos”.

Pienso que, como resultado de esta forma de vivir, se ha injertado en el corazón de las personas la desesperanza, el desaliento, la desesperación y la zozobra. En muchas de ellas, esta cultura ha penetrado en sus almas, provocando una especie de ‘auto descarte’ al sentirse desvalorizadas, al no considerar que toda persona, por el simple hecho de serlo, es invaluable.

CONSECUENCIA

Es bien sabido que los pensamientos gobiernan las acciones; en este sentido, estamos donde estamos y somos lo que somos por los pensamientos que previamente dominaron nuestras mentes.

Menciono esto porque, ante lo que hoy padecemos, es mejor tener un corazón repleto de esperanza que ilumine la razón y los pensamientos. Es común percibir las cosas como peores de lo que realmente son o pueden llegar a ser, lo que nos puede llevar fácilmente a quedarnos estancados en la desdicha, el pesimismo y una incertidumbre paralizante.

Es la esperanza lo que necesitamos fortalecer para no desfallecer ante las fatigosas realidades. Esta esperanza se fundamenta en saber quiénes somos, en conocer nuestra misión y sentido de vida, en darle valor a la existencia, tanto a la nuestra como a la de nuestros semejantes. Así comprenderemos que nuestra lucha diaria tiene justificación, que vale la pena aferrarnos a los sueños que nos impulsan a seguir adelante, a esos ideales que justifican nuestros esfuerzos y el trabajo en el camino.

ASOMBRO

Creo que, para comenzar a vivir en positivo, con la esperanza encendida, es necesario recuperar la capacidad de asombro, adormecida por las prisas y las absurdas preocupaciones a las que este alocado mundo nos suele someter.

Esta pérdida, posiblemente derivada en gran parte de la terrible actitud pragmática y hostil que hemos asumido ante la naturaleza, y de ese espíritu de dominación que ya caracteriza al ser humano del siglo XXI. Debemos recuperar la capacidad de asombro, que es la que ha movido al mundo desde sus inicios y la que ha escrito la historia de la genialidad humana. Creo que esta capacidad de asombro puede acercarnos a nosotros mismos, a la naturaleza y también a Dios. Con ella, podremos ver con nuevos ojos nuestras propias existencias y la relación que tenemos con el entorno que nos rodea.

El asombro nos permitirá comprender lo significativo que es ir a la escuela, al trabajo, y lo grandioso que es simplemente respirar.

FRAGILIDAD

En esta sociedad donde imperan la prepotencia de la ciencia, el materialismo y el distanciamiento de las personas hacia los valores, los mexicanos hemos recibido un aviso inapelable de la fragilidad humana.

Nos hemos dado cuenta de lo fugaces que somos, de la rapidez con la que puede cambiar la vida de un país entero, y, qué decir, de nuestras realidades personales: comprendimos que nadie está exento de nada, que todo nos afecta. Nos hemos percatado de lo finitos que somos.

Ahora, el miedo, las preocupaciones y la angustia deben transformarse en actitudes positivas, en apreciar lo frágiles que somos y lo grandes que podemos llegar a ser, en comprender lo volátil que es la existencia, y por lo tanto, anhelar ideales enormes.

Esta fragilidad nos invita a valorar lo que verdaderamente es importante en la vida, nos acerca a la reflexión y nos hace darnos cuenta de que lo mejor de la vida no se encuentra en lo material, sino en saber ser, en aprender a ser felices haciendo felices a los demás, especialmente a quienes están cerca.

VALIOSO

Posiblemente, muchas personas se sienten sorprendidas por la influencia tan radical que la tecnología ejerce sobre nosotros y las nuevas generaciones, así como por la pérdida de la capacidad de permanecer en familia, en el hogar, de jugar juegos de antaño, de mirarse a los ojos, de cruzarse en la cocina o en los pasillos de la casa y sentir alegría por ello.

Para muchos, junto con el virus, llegó el aburrimiento: ¿qué hacer en casa? O peor aún, ¿qué hacer con ‘mi’ familia? Creo que algo bueno puede surgir de lo malo, y radica en la reflexión que podemos hacer sobre este tema, lo cual, sin duda, implica un gran reto; el que siempre nace después de habernos dado cuenta de algo importante.

Indudablemente, es necesario trabajar mucho para dignificar nuestros hogares, para que se conviertan en espacios de aprendizaje, esparcimiento, entretenimiento y convivencia.

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Muchos también hemos aprendido el valor del silencio, de permanecer, a ratos, en soledad, y de lo grandioso que se desprende de la quietud. Hemos redescubierto la riqueza de contar con buenos libros y buena música, no para ‘matar’ el tiempo, sino para disfrutarlo.

Estamos aprendiendo a conversar, a dejar que se enfríe esa taza de café, a dormir bien, y a reconocer que lo más valioso de la vida está más cerca de lo que a veces pensamos. De hecho, muchos ya se han dado cuenta de que no se necesita tanto para vivir bien.

Tal vez, también hemos aprendido —como en la película del Mago de Oz— que no hay mejor lugar que nuestro propio hogar, y que es ahí donde se encuentra el lugar más seguro para estar.

Y, de paso, afortunadamente, en estos tranquilos días, hemos redescubierto la existencia de las estrellas, de la luna y de los atardeceres que invitan a la reflexión.

Bien dice Gibran: “Por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes”. Así creo que, después de haber aprendido lo que esta experiencia nos está dejando a cada uno, sin duda el sol brillará más intensamente no solo para nosotros sino, sobre todo, para iluminar el porvenir de México.

cgutierrez_a@outlook.com

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