¿Por qué es tan difícil cambiar de opinión?
Nuestras ideas y creencias, nuestras opiniones, parecen estar bajo nuestro control. Si son nuestras, parecería que podríamos cambiarlas a nuestro antojo. En ocasiones hablamos de que alguien decidió cambiar de opinión, como si esto fuese una decisión voluntaria. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Cambiar de opinión no es tan fácil y esto se debe a varias razones.
La integridad mental de una persona depende directamente de que sus creencias se mantengan estables, especialmente aquellas que son más fundamentales y que conforman en gran medida su identidad. Son este tipo de creencias las que constituyen la base sobre la cual construimos nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos. Cambiarlas a voluntad no sólo resulta prácticamente imposible, sino que pondría en riesgo la integridad misma de nuestra vida mental.
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Pero además la gran mayoría de nuestras creencias basadas en el ejercicio de nuestros sentidos y de nuestra memoria son prácticamente inamovibles. Si estas creencias fueran tan flexibles como a veces imaginamos, la solidez requerida para interactuar con el mundo objetivo y con otras personas sería imposible de alcanzar. Afortunadamente, no lo son, y esto lo vemos en la solidez contundente que exhiben incluso en los contextos más ordinarios. Invito al lector a intentar creer, aunque sea por unos segundos, que estas líneas fueron escritas por Napoleón Bonaparte o que la pared más cercana está hecha de chocolate. Por más que lo intente, estoy seguro de que fracasará. Sí, son sus creencias, pero usted no puede cambiarlas a voluntad.
Por si lo anterior fuera poco, nuestras creencias necesitan también preservar un mínimo de consistencia y coherencia entre sí, siendo particularmente sensibles a los dictados de la razón. Vemos cómo las reglas de la razón nos obligan a creer cosas de una manera enormemente sólida. Cuando creemos que todos los seres humanos son mortales y sabemos que somos humanos, la lógica nos lleva inexorablemente a aceptar nuestra propia mortalidad. Hemos hecho uso de la razón y, al hacerlo, nos vemos obligados a creer la conclusión de este razonamiento. Así, el uso mismo de la razón exige que no dependa de nuestra voluntad creer muchísimas cosas que se siguen racionalmente de otras.
Finalmente, está el peso de la experiencia y sobre todo del adoctrinamiento. A lo largo de nuestras vidas estamos expuestos a estímulos naturales y sociales que conforman nuestro cúmulo de creencias. Aquellas que nos hacen creer las cosas de mayor importancia junto con las más nimias, convirtiéndonos en las personas que somos. Ya sean creencias sobre la esfera sobrenatural o sobre la mejor manera de vivir, creencias que reflejan nuestra cultura, nuestra familia o los tiempos que nos ha tocado vivir, casi todas una vez establecidas son raramente negociables.
Así que no debe sorprendernos que no podamos cambiar tan fácilmente de opinión. Sin embargo, y como también sabemos, difícil no quiere decir imposible. De hecho, si nunca pudiésemos cambiar nuestras creencias, esto sería verdaderamente desastroso para nuestro desarrollo individual y colectivo. Afortunadamente, existen condiciones que nos permiten, en ciertos casos, modificar nuestras opiniones, incluso las más arraigadas. Pensemos en tres condiciones que permiten esta transformación.
La primera de estas condiciones es la etapa de vida en la que nos encontramos. Mientras más joven es una persona, más fácil le resulta no sólo adquirir nuevas creencias, sino también cambiarlas. Esta flexibilidad cognitiva es inversamente proporcional a la edad. A medida que envejecemos, nos volvemos más resistentes al cambio. Sin embargo, esto no significa que el cambio sea imposible en etapas posteriores de la vida, sino que se requiere de un esfuerzo mayor y de condiciones propicias para que esto se pueda dar.
Una segunda condición es haber desarrollado a lo largo de la vida ciertas habilidades mentales. Si hemos adquirido la capacidad de ser particularmente sensibles al ejercicio de la razón o al peso de la evidencia que ofrecen nuestros sentidos, nos veremos inclinados a cambiar de opinión cuando así lo indique el uso de estas facultades. Incluso si esto entraña el abandono de creencias deseables y profundas. Esta capacidad está directamente relacionada con la habilidad de pensar y reflexionar críticamente sobre nuestras creencias, sometiéndolas a examen y teniendo la integridad de aceptar sus resultados.
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La tercera condición es la contraparte del adoctrinamiento, es de hecho la manera más efectiva de cambiar sistemáticamente de opinión incorporando a las dos anteriores. Hablo, por supuesto, de la educación. Educar es, entre otras cosas, generar creencias en las personas que reciben una formación, y mientras más jóvenes sean, mejor. Más aún, y a diferencia del adoctrinamiento, educar es también hacer uso de la razón y la evidencia surgida de la experiencia para generar creencias en los que aprenden, invitándolos a siempre exigir críticamente las razones o evidencias que apoyan a estas creencias, sobre todo cuando se trate de cuestiones de gran importancia y profundidad.
Podemos concluir con la idea de que efectivamente es muy difícil cambiar de opinión, lo cual es comprensible y generalmente deseable. Esta resistencia al cambio ofrece la estabilidad y coherencia necesarias para navegar en el mundo. Pero también es cierto que, a través de la educación fundada en el pensamiento y la reflexión crítica, podemos y debemos cambiar de opinión cuando la evidencia y la razón así lo exigen. Esto nos invita a ser tolerantes frente a opiniones distintas de las nuestras, dándonos cuenta de que las creencias y los mecanismos que las generan son muy difíciles de modificar. Al mismo tiempo, esta conclusión deja abierta la puerta para el cambio de opinión fundado en el tan necesario diálogo racional y sobre todo como resultado de una buena educación.
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