La identidad de una persona como de una sociedad se determina por aquello que la identifica, sobre todo, en contraste con otras personas y con otras sociedades. Esta idea básica la olvidamos con demasiada frecuencia, y el precio que pagamos es considerable, sobre todo cuando es nuestra responsabilidad mantenerla viva, ya sea como personas a cargo de nuestros destinos individuales o como gobernantes responsables del destino de nuestras sociedades. Pensemos en la relación que guarda el patrimonio con la identidad de una persona o de una sociedad, y las consecuencias prácticas de esta relación.
Aquello que identifica a una persona o a una sociedad es a su vez identificable con sus propiedades, con aquello que le pertenece. En el caso de las personas, está el lado estrictamente físico de estas propiedades. Hablamos del cuerpo y de los objetos físicos que posee. Está también el lado mental. En este caso hablamos de las memorias, las creencias, los valores, las emociones y el cúmulo de experiencias que lo distingue de otras personas. Algo equivalente encontramos cuando pensamos en las sociedades. Ellas también pueden identificarse en términos físicos con el lugar en el que existen, el territorio que ocupan, la geografía que los identifica como sociedades del desierto, las montañas o la jungla, como sociedades urbanas o rurales. Más aún, las sociedades también se identifican con el equivalente de la mente de una persona, esta vez hablamos de la lengua, las artes, las creencias y los mitos comunitarios de una sociedad, su manera de vestir, de comer, de divertirse y tantas otras cosas que la distinguen de otras comunidades. En suma, todo aquello que identificamos como su cultura.
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De esta forma, podemos entender al patrimonio de una persona o de una sociedad como el cúmulo de propiedades que identifican a alguien o a un grupo de personas cuando forman una comunidad distintiva. En ambos casos, tanto en los individuos como en las sociedades, se trata del sentido quizá más básico de ser alguien o algo en función de lo que se posee, esto es, de exhibir propiedades en el sentido más básico del término. En filosofía usamos a menudo esta manera de identificar a alguien o algo en función de las propiedades que lo distinguen. Eres alguien cuando posees un cuerpo y una mente; somos alguien cuando poseemos un espacio físico y una cultura. Igualmente, dejamos de existir cuando perdemos nuestro cuerpo y nuestra mente. Como sociedad, desaparecemos cuando ya no existe algún espacio que nos pertenezca o cultura que nos distinga.
No es entonces una exageración afirmar que el patrimonio de una persona o de una sociedad es absolutamente crucial, de él depende estrictamente su existencia e identidad. Tampoco es una exageración proponer que su destrucción implica el fin de su existencia e identidad. Destruir el patrimonio de una persona o de una sociedad es borrarlos de la existencia, es deshacer aquello que los distingue frente a los demás y frente a lo demás. Es así como, al proteger su patrimonio, se protege a la persona o a la sociedad a la que le pertenece.
Esto explica también que mientras más patrimonio se posee, más rica es la persona o la sociedad que lo posee. De un modo correspondiente, la pérdida patrimonial entendida en este sentido lleva no solamente al empobrecimiento sino al riesgo real de la desaparición. Como sabemos, la historia está repleta de sociedades que se han extinguido al desaparecer el patrimonio que las distinguía. La manera más obvia es perdiendo su lengua o su territorio ancestral. La menos obvia, es perdiendo su cultura. A veces no desapareciendo físicamente del todo, pero desapareciendo al fin, al haberse diluido en una homogeneidad en la cual ya nada las distingue.
Afortunadamente, estas características fundamentales del patrimonio e identidad son quizá las mejores razones para albergar una actitud optimista. Cuando nos queda clara la relación fundamental entre nuestro patrimonio y nuestra identidad, resultará evidente que a todos nos concierne y compete su protección y cuidado. Nos quedará claro que, al proteger nuestro patrimonio, nos protegemos. Que, si lo hacemos crecer, creceremos con él. Que, al sentirnos orgullosos de nuestro patrimonio, nos sentimos orgullosos de nosotros mismos. Esta es una característica de las personas y de las sociedades exitosas.
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A la pregunta que muchos nos hacemos, sobre todo los encargados de las políticas públicas, cuyo fin es el de preservar el bienestar colectivo, cuando nos interrogamos sobre la manera más adecuada y efectiva de hacer florecer a nuestra comunidad, la respuesta resulta obvia: protege la identidad de tu comunidad protegiendo su patrimonio, educa a la comunidad a verse reflejada en él, inculca en los miembros de tu sociedad el sentido de orgullo patrimonial. De este modo, tendrás al defensor y promotor más eficaz del patrimonio e identidad de tu comunidad.
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