Herencia intangible, responsabilidad tangible: la educación ética y cívica como herramienta para preservar los valores de una comunidad
Una de las consecuencias notables de considerar a los valores éticos y cívicos como un patrimonio comunitario, es reconocer su inherente fragilidad. Así como una obra de arte, una lengua o una especie biológica pueden verse amenazadas y desaparecer, los valores éticos y cívicos pueden también dejar de existir. El modo más evidente por el cual esto puede suceder es a través de la desaparición de una comunidad y de los individuos que la componen. Otra menos dramática, pero igualmente efectiva, es a través de la ignorancia de los valores éticos y cívicos.
En este caso podemos entender a la ignorancia en dos sentidos: como falta de conocimiento o como desdén. Esto es, podemos ignorar algo simplemente porque no lo conocemos o podemos ignorar algo que, aunque conociéndolo, lo desdeñamos. La ignorancia de los valores éticos y cívicos se da en ambos sentidos y con iguales consecuencias negativas. Se les puede ignorar porque se les desconoce, pero también, y quizá más trágicamente, se les puede ignorar porque a pesar de ser conocidos se les desdeña haciendo a un lado su autoridad moral.
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El primer tipo de ignorancia puede corregirse con el acceso a la información relevante, en otras palabras, con la comprensión de los valores correspondientes. Sin embargo, corregir el segundo tipo de ignorancia, aquella que consiste en no tomar a estos valores en cuenta, resulta más complicado. El problema ya no es la falta de información, sino la falta de motivación. Este problema, reconocido desde la antigüedad clásica por pensadores de la talla de Platón y Aristóteles, sigue sin tener una respuesta definitiva en términos de una estrategia probada para acabar con este tipo de déficit motivacional.
Frente a esta situación se puede adoptar una postura escéptica sobre la utilidad de la educación ética y cívica de los ciudadanos. Se podría argumentar que no se puede hacer nada en términos educativos para transformar el carácter y la conducta de las personas cuando se trata del ámbito de la moralidad y del civismo. Se podría entonces hablar del papel determinante de factores socioeconómicos, biológicos e incluso providenciales, como los únicos que pueden hacer una diferencia en el ámbito ético de la conducta humana. Sin embargo, adoptar esta postura escéptica sería un grave error. Sin tener que negar el importante papel que estos factores distintos a la educación juegan en la conformación del carácter y la conducta de las personas, sin negar que efectivamente todavía no comprendemos adecuadamente los mecanismos de aprendizaje que motivan a las personas a actuar en concordancia con lo que creen, proponer que por estas razones debemos abandonar la educación ética y cívica es simplemente un error como lo demuestran las siguientes consideraciones.
En primer lugar, la evidencia a favor del papel transformador de la educación ética y cívica es contundente a nivel individual: exponer a una persona a cierto tipo de información y modelo de conducta, particularmente desde su más temprana edad, hace que esta persona transforme sus valores, actitudes y carácter de acuerdo con esos estímulos educativos. El hecho de que estas transformaciones sean complejas y poco entendidas no prueba su inexistencia.
En segundo lugar, es notable el papel decisivo que la educación ha tenido en la transformación de nuestras comunidades en términos de un avance histórico en nuestra visión ética y cívica. Baste recordar los cambios sociales asociados con el rechazo de prácticas como la esclavitud, la discriminación de género o la crueldad animal, que no hace mucho eran sancionadas incluso legalmente por la gran mayoría de las comunidades humanas. Además de los cambios legales y políticos necesarios, ha sido especialmente el uso constante e insistente de estrategias educativas para modificar este tipo de prácticas inmorales lo que ha hecho posible estos avances en la conducta moral y cívica de las personas.
En tercer lugar, hacer a un lado a la educación en general como fuente de transformación de las personas, significa rechazar la única estrategia que conocemos para cambiar nuestros destinos frente a influencias externas ajenas a nuestro control. En este sentido, abandonar a la educación como fuente de nuestra transformación es equivalente a someternos a los designios de la buena o mala fortuna. Alternativamente, creer en la capacidad transformadora de la educación, sobre todo en el ámbito moral y cívico, es creer en nuestra capacidad de hacer una diferencia frente a los designios de fuerzas impersonales e indiferentes a nuestros intereses. Una vez más, las pruebas de esta transformación las encontramos en aquellas comunidades e individuos que han modificado su realidad gracias al uso extenso y profundo de la educación.
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Podemos afirmar entonces que la estrategia más importante que posee una comunidad para poder transformarse, tomando literalmente las riendas de su destino, radica en la educación moral y cívica de sus ciudadanos. Esta es una labor transversal que se lleva a cabo a través de la educación familiar, religiosa y estrictamente escolar, tanto pública como privada. Todos estos esfuerzos educativos enfrentan la doble tarea de enseñar lo que se debe hacer y de convertir esta enseñanza en prácticas concretas. Puesto de una manera tradicional, todos estos esfuerzos educativos se enfrentan no solamente con el desafío de informar a las personas, sino sobre todo de formarlas. Promovamos entonces como una estrategia vital la enseñanza de los valores éticos y cívicos en nuestra comunidad.
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