Postales de nuestra identidad urbana. Parte IV: Los afiladores y los demás

Opinión
/ 4 junio 2025

Este oficio, al igual que muchos otros −adicionales a los que hemos descrito en esta serie de colaboraciones−, se ha ido desvaneciendo en el tiempo, por efecto de una sociedad que se ha volcado a la modernización, al consumismo y a la deshumanización

Uno de los personajes que por muchos años formó parte del escenario urbano fue el afilador. Era común escuchar a lo lejos el grito sonoro y prolongado de “afilador” o el silbato o caña que anunciaban su cercanía a su paso por las calles de la ciudad.

El anuncio iba seguido de una rápida carrera de quienes buscaban los cuchillos y navajas que habían perdido ya su filo, a fuerza del uso cotidiano. Había quienes, más precavidos, los tenían ya listos, saliendo con calma a negociar el precio de las piezas a trabajar.

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Estos tiempos evocan una época donde tirar las cosas no era opción. El concepto consumista de la obsolescencia programada no dominaba aún los productos domésticos y en casa se sabía cómo darle nueva vida a cada cosa útil en las tareas del hogar.

Pero era común que el afilador tuviese que asumir una función bastante más versátil. Había quien le mostraba un cacharro agujerado, una sombrilla con las varillas dobladas, y el afilador se las ingeniaba para reparar y renovar cuanto le dieran a trabajar.

En los años más recientes circulaban las calles en bicicleta, misma que estaba adaptada para que, con el propio mecanismo del pedal, se adaptara la banda que hacía rodar el disco de piedra de afilar, con lo que se lograba el cometido de manera rápida y eficaz.

Hubo también quienes cargaban con un aparato eléctrico de afilar, mismo que precisaba de tener un contacto al alcance para poderle conectar y prestar el servicio. Por supuesto, esto facilitaba y agilizaba el trabajo, muchas veces bajo los ojos curiosos del cliente.

Recuerdo, en casa de mi abuela, cuchillos cuyo ancho de hoja era anormalmente delgado. Años de uso y, en consecuencia, años de afilado, provocaban que aquellos instrumentos fueran desgastándose hasta convertirles en una suerte de trofeos del hogar.

Este oficio, al igual que muchos otros −adicionales a los que hemos descrito en esta serie de colaboraciones−, se ha ido desvaneciendo en el tiempo, por efecto de una sociedad que se ha volcado a la modernización, al consumismo y a la deshumanización.

Son incontables las postales urbanas que enmarcaban otros oficios que se han ido convirtiendo en recuerdos. Los vendedores de camote cocido, por ejemplo, cuyo silbato dominaba la transición de la tarde a la noche, ofreciendo un postre propio para merendar.

Los vendedores de gelatinas, en esos carritos de paredes de vidrio, cuyo vaivén al recorrer las calles provocaba en estas dulces y coloridas creaciones un movimiento rítmico e hipnotizante que captaba de inmediato la atención de los transeúntes.

En las fiestas patronales era común encontrar también anafres que llenaban el ambiente de un ligero olor a carbón mezclado con el aroma de los antojitos que, pasados por aceite, representaban un gusto culposo, más impregnado de gusto que de culpa.

Los algodoneros también tenían su lugar en el escenario urbano, teniendo particular éxito quienes los preparaban en el lugar de venta. ¿Qué magia podía capturar más la atención de las infancias que quien de la nada daba forma a un colorido algodón de azúcar?

Los cilindreros, que llenaban de una suave música de viento las calles, dándole un toque de antaño al espacio, sin tener una cuota fija por su servicio, dependiendo sólo de la buena voluntad de quienes se acercaban al sombrero a dejar una propina.

Germán Valdés, “Tin Tan”, famoso comediante del siglo pasado, en su interpretación del personaje principal en la película “Las Aventuras de Pito Pérez”, basada en la famosa obra de José Rubén Romero, aparece en una escena probando suerte como cilindrero.

Un paseante se le aproxima y, en tono burlón, le dice: “újule, amigo, ese cualquiera lo toca”. A lo que ingeniosamente responde Pito Pérez: “Sí, pero no cualquiera lo carga”, haciendo alusión al gran peso del cilindro y el gran esfuerzo que suponía llevarlo y traerlo.

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Muchos oficios más se han quedado sin mención en esta serie, siendo por supuesto injusta la omisión, pero sin ánimo de restarle mérito y valor al lugar que ocupan en la historia de las ciudades; dando vida al espacio público y dignificándole de paso.

Habrá quien piense innecesarios hoy en día varios de estos oficios, contando con tantas alternativas de fácil acceso y con igualmente buenos resultados, pero el valor va más allá del servicio ofrecido. El principal valor está en la atmósfera de la que dotan a la ciudad.

Abramos los ojos al entorno y veamos cuánto se puede rescatar, cuánto conviene mantener vivo. Tal vez usando sus servicios y comprando sus productos estemos dando a nuestra identidad un futuro posible.

jruiz@imaginemoscs.org

Abogado por la U.A. de C., especializándose en Derecho Ambiental y Gestión Urbanística. Cuenta con Maestría en Gestión Ambiental por la U.A.N.E. Cursa actualmente estudios de Doctorado con enfoque en Derecho a la Ciudad. Ha colaborado en los Institutos Municipales de Planeación de Torreón y de Saltillo, así como en la Delegación Coahuila de SEMARNAT. Ha representado a México en diversos foros internacionales, entre ellos el SWYL Program y la Tokyo Conference, organizados por el Gobierno de Japón. Se desempeñó como Director Operativo de COPERES y Presidente de la Representación Coahuila de la Asociación Mexicana de Urbanistas. Es catedrático a nivel Licenciatura y Posgrado en instituciones como la Universidad Autónoma de Coahuila y la Universidad Iberoamericana.

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