Prisión preventiva oficiosa: el arma política
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Lo he comentado anteriormente en este espacio: los dirigentes políticos dominados por pulsiones autoritarias son absolutamente predecibles. Justamente por ello pueden adivinarse sus movimientos, de forma precisa, con gran anticipación.
En julio de 2018, cuando el presidente (con minúscula) Andrés Manuel López Obrador todavía no era declarado electo, publiqué un díptico en el cual señalé el peligro entrañado en el “plan” de 50 puntos expuesto por nuestro Perseo de Pantano para “erradicar la corrupción” del País.
Sostuve entonces una teoría hoy probada
por los hechos: no había en el pretendido “plan anticorrupción” pejelagartiano ninguna estrategia para combatir el referido mal, sino apenas
la grosera intención de utilizar el Derecho Penal como instrumento para deshacerse de enemigos políticos.
No hacía falta ser particularmente inteligente para deducirlo pues se trata de la hoja de ruta
de los déspotas en cualquier parte del mundo: quien se doblega ante sus caprichos se convierte en aliado; quien resiste frente al autoritarismo es perseguido como enemigo y, a la primera oportunidad, se le pone tras las rejas.
Y si no se trata de un enemigo claramente identificado, la posibilidad de meter a la cárcel a quien sea siempre sirve, como último recurso, para distraer la atención y llevar la conversación a un lugar distinto.
Además, la prisión preventiva oficiosa, es decir, la posibilidad de colocar a alguien tras las rejas con sólo acusarle de uno de los delitos contenidos en el catálogo para el cual se prevé tal medida cautelar, es el paraíso de los juristas incompetentes −al estilo del señor Gertz Manero− a quienes se entrega la responsabilidad de perseguir los delitos.
Durante la década previa al triunfo de López Obrador, sin embargo, en México habíamos avanzado en la dirección contraria, transformando el sistema de justicia penal en uno basado en el paradigma opuesto: frente a la comisión de conductas delictivas, la prisión preventiva debía ser la excepción y no la regla.
Consolidar un esquema de este tipo, sin embargo, requiere del desarrollo de verdaderas capacidades de investigación, así como de la erradicación de las conductas largamente características de la procuración de justicia.
Para fortuna del nuevo Gobierno, en la cultura mexicana se encuentra fuertemente arraigada la idea contraria a la de la justicia y una inmensa mayoría de personas se inclina más bien por la venganza cuando de castigar conductas indeseables se trata.
Prometer cárcel para quienes han agraviado largamente a la sociedad aprovechando su
posición en la estructura del poder público no podía sino arrancar aplausos, porque implicaba apelar a lo peor de nuestra idiosincrasia, un terreno en el cual nuestro Rey Julien del Manglar es especialista.
Por ello, en 2019 se amplió el catálogo de delitos para los cuales existe prisión preventiva oficiosa... y esa parte del catálogo es de la cual se ha echado mano cuantas veces ha sido necesario para el régimen.
No metemos a la cárcel a los narcotraficantes −a esos hasta les pedimos perdón si, por error, se nos escapa referirles por su apodo−, ni a los secuestradores, ni a los asaltantes violentos, ni a los asesinos de periodistas... encarcelamos, o amenazamos con la prisión, a quienes sí son peligrosos: a los políticos opositores.
Hoy, medio sexenio después de la reforma realizada por el régimen cuyo propósito era “erradicar la corrupción”, la Corte Interamericana de Derechos Humanos le ha recomendado a México la eliminación de la prisión preventiva oficiosa y la Suprema Corte de la Nación discutirá y votará un proyecto para eliminarla. El autoritarismo gubernamental buscará por todos los medios −léase intentará todas las vías del chantaje− mantener vigente la medida.
¡Feliz fin de semana!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx