Puedes llamarla ‘humilde’, pero modesta ¡ni madres!

Opinión
/ 4 octubre 2024

¡Ah, la cebolla! Esa reina de las verduras, la diva de las ensaladas, el ingrediente que le hace llorar antes de tener el placer de desmembrarla en rebanadas. Y, sin embargo, ¿qué insulto es este de llamarla “humilde”? ¡Por favor! Humilde es su cuenta bancaria a fin de mes, no la cebolla. Ese bulbo ha sido una estrella del escenario culinario desde que los babilonios se dedicaban a escribir recetas con la emoción de un chef Michelin.

Sólo el olor a gasolina me ofende más que la manía de calificar ciertos ingredientes como humildes. A veces, esta plaga afecta a carnes y pescados. Caballa, panceta, arenques, mejillones y salchichas de pollo han cargado con este sambenito y han sido etiquetados como modestos, sea cual fuere el grado de calidad que ostentasen: el más fino y delicado de los mejillones siempre ha sido y siempre será tildado humilde, por lustrosas que tenga las barbas. Ahora bien, en cuanto a humildad se refiere, desde que el bacalao colgase los hábitos y renegase del voto de pobreza, los vegetales son quienes se han alzado como reyes de la virtud del comedimiento. Cuatro humildes papas, un puñado de humildes lentejas, una modesta cebolla. Todos esos ingredientes tienen en común ser baratos. ¿Con eso basta para asignarles la virtud de la humildad?, ¿puede una cebolla ser virtuosa?

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Llamar humilde a la cebolla es como decir que la panceta es un simple trozo de cerdo. Mentira tras mentira. Porque sí, la panceta puede parecer barata, pero ponla en la sartén con un poquito de aceite, y se transforma en algo tan crujiente y delicioso que podrías conquistar naciones sólo con el aroma. Pero volvamos a nuestra protagonista: la cebolla. Alguien tuvo la osadía de llamarla “modesta” porque, claro, no es un ingrediente de lujo como el caviar o las trufas. Es como si ese alguien nunca hubiera sentido la explosión de sabor de una cebolla caramelizada, un manjar digno de dioses.

Al decir que una cebolla es humilde defendemos que una cebolla puede tener no sólo consciencia de sí misma (paso previo necesario para pronunciarse sobre los asuntos del bien y del mal), sino de sus límites. Deducimos, además, que puede tomar, y toma, la decisión libre de llevar una vida de recato y contención, sin alardes ni muestras de heroísmo, y sin inquietudes demasiado apasionadas. Una cebolla humilde carece de nobleza, y no sólo sabe que es una cebolla, sino que decide andar el camino de la sumisión y el abatimiento. Sabe ser discreta. Eso significa ser humilde, pero una cebolla jamás será humilde.

Pero me pregunto qué opina la cebolla al respecto, si acaso nadie se ha parado nunca a contemplar un campo de cebollas en plena floración y si es posible no ver en cada inflorescencia enarbolada por cada bulbo un estallido pirotécnico, un cetro enjoyado, un bastón real que, como un puño alzado al cielo, proclama cuál es el lugar de la cebolla en el mundo.

Y ¿cómo se atreven a comparar la cebolla con la papa, la reina de los carbohidratos perezosos? ¡Ah, pero ahí vamos de nuevo con el sambenito de la humildad! Las papas, esas harinosas bolas de aburrimiento que sólo cobran vida cuando se les echa sal a montones. La cebolla, en cambio, es un cohete emocional. Le hace llorar, le hace reír (sobre todo si es lo suficientemente tonto como para tocarse los ojos después de cortarla), y luego se funde en cualquier plato para decir: “Sí, yo soy la base de todo esto”.

Pero no me haga hablar de la moralidad en los ingredientes. Porque ahí sí que estamos a un paso de que Nietzsche se revuelque en su tumba por meterlo en esta discusión culinaria. Claro, porque si vamos a hablar de la “moral de los ingredientes”, no hay quien supere a Friedrich, con su idea de los esclavos y los señores. Según este brillante y pesimista alemán, la cebolla, con toda su sabiduría ancestral, sería claramente una “señora”. ¿Por qué? Pues porque no está aquí para facilitarle la vida ni para aliviar sus penas. No, la cebolla está aquí para enfrentarle cara a cara con su propia fragilidad emocional. Lloras, sí, pero sigues adelante. Y ese es el verdadero poder.

Prima de lirios, tulipanes y narcisos, nada menos, está en la historia de nuestra alimentación desde el día uno. Es la más consumida y cultivada del mundo, y la que se menciona más veces en las tablillas de arcilla babilónicas que guardan, en deliciosa escritura cuneiforme, la receta de cocina más antigua de todas, fechada hace más de 4 mil años. Ella, y nadie más que ella, fue elegida para llenar las cuencas de los ojos del faraón Ramsés IV en su viaje hacia la otra vida. Era la única capaz, así lo creían los egipcios, de reavivar el aliento de los muertos y a la vez, guardar, con su forma esférica y sus anillos concéntricos, los secretos de la inmortalidad.

Mientras tanto, la papa... ah, la pobre papa. Es la “esclava” de Nietzsche en este escenario. ¿Por qué? Porque se ha adaptado a todo: puré, frita, en sopa. Lo que sea para que la gente no la olvide. Ella no tiene orgullo. Simplemente, se tumba y dice: “Haz conmigo lo que quieras”. Pero la cebolla, ¡ay, la cebolla! Es como el mejor villano en una película de James Bond. Nunca pierde su compostura, siempre tiene un plan maestro, y cuando finalmente cedes ante su poder, te das cuenta de que ella ha controlado el juego desde el principio.

Es nutritiva, fácil de cultivar, buena para almacenar, sencilla de transportar, y viene equipada de serie con un envase biodegradable que, además, sirve, tostado y caramelizado, para realzar, vigorizar y perfumar salsas y caldos. Habiendo sido el alimento elegido por Alejandro Magno para infundir valor y coraje a sus tropas, la cebolla cegaría y hundiría en un mar de lágrimas ejércitos enteros si decidiese activar su arsenal químico. Tal es su poder. Poder que no duda en desatar todas y cada una de las veces que alguien le hace frente con un cuchillo.

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Vamos a ser claros: la cebolla no necesita su simpatía. No necesita que se apiade de ella por ser “humilde”. Humilde, mis narices. Si las cebollas tuvieran un sindicato, ya habrían demandado a media humanidad por difamación. Es un ingrediente tan lleno de historia, poder y versatilidad que como dije, hasta los faraones las llevaban al más allá, probablemente porque sabían que no podrían enfrentarse a la eternidad sin una buena salsa con cebolla.

Así que, basta ya de encasillar a los ingredientes con adjetivos moralizantes que ni ellos mismos pidieron. Porque, al final, ¿no es un poco absurdo? Aquí estamos, asignándole virtudes a vegetales como si fueran personajes en una novela de Jane Austen. Que si la cebolla es humilde, que si la papa es sumisa, que si la zanahoria tiene algún tipo de complejo de inferioridad porque siempre termina rallada. ¡Suficiente!

Reflexionemos, amigos: si vamos a dar valor a los ingredientes, que sea por lo que son capaces de hacer, no por lo que cuestan o cómo los vemos. Porque la cebolla, en toda su gloria y fuerza, es una maestra del drama, capaz de llevarnos desde las lágrimas hasta la gloria en un plato. Y si hay algo que podemos aprender de este glorioso bulbo es esto: no se trata de ser humilde, sino de saber cuándo y cómo mostrar tu verdadero poder. Porque al final del día, no necesitas la aprobación de nadie cuando sabes que eres la reina. Y no estoy hablando precisamente de frutas y verduras. Pero al fin y al cabo, esta es solamente mi siempre y nunca jamás humilde opinión. Y usted... ¿qué opina?

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