Quince años después, tengo un cuchillo oxidado en el corazón
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Un día antes de cumplir ochenta años, el dos de febrero de hace quince años, murió “Mamá”, mi abuela (La única que tuve) Fidela Flores Segura, la madre de mi madre. Fue un día sombrío de febrero del año 2010 en que su vida se fue apagando poco a poco, atrapada en un estado de transición. Su rostro y su cuerpo estaban en su “memento mori”. Dormía la mayor parte del tiempo y cuando estaba despierta, sus ojos tenían una mirada perdida dentro.
“Mamá” se había quedado viuda el 24 de diciembre de 1973, tenía apenas 43 años. Su esposo, mi “Papá”, José Guadalupe Durán Herrera, fue presidente del Partido Comunista de Monclova, en una época en que les perseguía y proscribía por su forma de pensar.
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Luego de eso, “Mamá” se abocó al cuidado de su numerosa familia. Doce hijos, muchos nietos y bisnietos. Varios de esos nietos fuimos a la vez hijos a los que cuido por diversas razones. El primero quizá fui yo, luego mis primos hermanos Juan José, Rocío, Larissa, José Guadalupe, Aldo y Sol mi hermano. Recuerdo largas pláticas con ella mientras veíamos la lucha libre o el box los sábados por la tarde en un televisor blanco y negro. Esos mismos sábados por la mañana nos pedía que la acompañáramos a hacer “La nota”, que hoy traduzco en ir al supermercado, que en ese tiempo no existían. Los viernes por la tarde nos pedía a mi tío Manuel y a mí que fuéramos al crucero 4 caminos en Monclova para comprar Diesel con el que trapeaba el piso de cemento de la casa donde vivía, además de que nos encargaba Maíz y Cemiton para sus gallinas y una borrega a la que llamábamos “Temi”. De esas gallinas por las mañanas recogíamos huevos color rojo que nos cocinaba para el desayuno y que al escribir esto, mi cuarto se llena de su olor junto a sus tortillas de harina marca “Lista”.
De vez en cuando íbamos al cine Monclova para ver películas de los hermanos Almada. La acompañé en sus viajes más largos, el primero fue a la ciudad de México y el segundo la única ocasión en que conoció el mar en Lázaro Cárdenas, Michoacán. Muchas veces fuimos a Cuatro Ciénegas, donde había nacido un 3 de febrero de 1930 y al que había dejado para irse a vivir a Monclova un verano de 1948.
El duelo es algo peculiar, porque nunca me he sentido tan solo, ni tan atormentado por los espíritus de los demás. Digo atormentado no porque las personas en mi vida que causan dolor (tanto vivos como muertos) tengan malas intenciones de un tipo espeluznante, sino porque cuando camino por la calle, los veo allí, cuando escucho una canción que me los recuerda, extraño su presencia y cuando me voy a dormir y me despierto, están presentes en mi corazón.
Mi abuela tuvo una gran influencia en mi vida. La refiero a menudo. Gran parte de mi identidad estaba entrelazada con esta relación, y quince años después de su muerte, los recuerdos junto a ella se me acumulan. Sé que fui un nieto muy difícil para ella. No fui muy obediente, y “Mamá”, que ejercía un gobierno dictatorial, me regañaba por las tonterías y travesuras de niño y me perseguía para darme unos cintarazos.
Pero como yo era más ágil, me subía a lo más alto de un pirul seco que tenía en el patio de su casa, de su casa en la calle Juárez de Monclova, y desde abajo me decía: “Te vas a cansar, te dará hambre y has de venir a cenar”. Y así lo hacía... Ya por la noche, me daba hambre, bajaba del pirul y no quedaba más que aguantar los cintarazos, pero eso sí, a cambio, recibía un plato de frijoles y unas tortillas de harina (lo único que tenía para ofrecernos) que de tanto extrañarlas, a veces lloro por las noches. Sé que Sandra, mi esposa, se da cuenta de eso y no pregunta; sabe los motivos.
El paso de los años, junto a limitaciones, decepciones y una larga enfermedad, terminaron por minar su espíritu.
Recuerdo que en marzo del año 2009, poco tiempo antes de su muerte, fui a verla y le dije: “Mamá”, fui a Rusia y conocí el Mausoleo de Lenin”. Ella lloró y me dijo: “Qué orgulloso estaría tu papá” (Mi abuelo).
Tiempo después, su mirada ya no era la misma. Sentí que sus ojos se perdían en el vacío, como se perdió después su cuerpo, en el insondable misterio que nos rodea. Y aunque aclaró que ni ella ni yo fuimos creyentes, quién sabe, quizás en otra dimensión del espacio-tiempo, una de estas noches podré cenar de nuevo con mi abuela Fidela, “Mamá”, solo así podré sacarme ese cuchillo que se ha oxidado en mi corazón.
@marcosduranfl