¿Reconciliación?
Los días 8 y 9 de mayo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) celebra las “Jornadas de Recuerdo y Reconciliación en Honor de Quienes Perdieron la Vida en la Segunda Guerra Mundial”. Con ello, nos invitan a recordar este acontecimiento, entre otras cosas, debido a que fue el final de la Segunda Guerra Mundial y las atrocidades en ella cometidas, lo que estableció las condiciones que permitieron los acuerdos para la creación de esta organización internacional.
La creación de las Naciones Unidas y el posterior contexto de positivización de los derechos humanos a través de la firma de distintos tratados internacionales tenían como objetivo que las generaciones futuras no sufrieran de nuevo los estragos de la guerra. Las Naciones Unidas tenían, y aún tienen, como uno de sus objetivos otorgarle los medios a la comunidad internacional para solucionar sus diferencias por la vía pacífica sin poner en peligro la paz y la seguridad internacional.
Sin embargo, no son pocos los conflictos armados que desde 1945 han sacudido a distintas sociedades a lo largo del planeta. Pensemos, por ejemplo, en la guerra de los Balcanes, la guerra en Siria o en la reciente invasión de Rusia a Ucrania. Estos lamentables eventos, que han dejado muerte y desolación a su paso, nos hacen reflexionar sobre la efectividad de las Naciones Unidas como un actor que pueda garantizar la paz.
Pero, sobre todo, dejan como letra muerta los tratados internacionales sobre derechos humanos cuya creación buscaba, precisamente, que ningún pueblo volviera a sufrir las nefastas consecuencias de la guerra. Si bien, la escala de estos conflictos no ha escalado a los niveles de las conocidas “guerras mundiales” siguen siendo retrocesos en la búsqueda de la paz.
Muchos de los conflictos bélicos de la segunda mitad del siglo 20 han tenido como causa las diferencias sociales basadas en creencias religiosas, raciales o políticas. El genocidio en Ruanda o en la guerra Croata-Bosnia, por ejemplo, tienen su origen en el profundo odio entre dos grupos sociales y la creencia última de que uno de ellos debe de persistir a costa del otro.
Al finalizar un conflicto, surge entonces una incógnita que se relaciona con la efeméride que se menciona en el primer párrafo de este texto, y es aquella que tiene que ver con la “reconciliación”. La “reconciliación”, entendida como uno de los fines de la Justicia Transicional, puede entenderse de dos maneras. Una, como aquella reconstrucción de la confianza entre los distintos grupos sociales que protagonizaron el conflicto, y otra, entendida como el esfuerzo institucional para reconstruir el Estado de derecho.
Pero ante el llamado de las Naciones Unidas, en días como hoy, a la “reconciliación”, planteo dos preguntas: ¿es realmente posible la reconciliación social en miras de la paz bajo el contexto de estas atrocidades? ¿Es algo realista exigirle a las víctimas y victimarios de los conflictos bélicos “reconciliarse”? En este punto, y más allá de sentimentalismos sobre la búsqueda de la paz, ¿cómo se le pide a una madre que se “reconcilie” con el asesino de su hijo? o ¿cómo se le pide a quien fue víctima de tortura la “reconciliación” con el torturador? ¿Es esto posible?
Las respuestas a estas preguntas pueden ponernos a reflexionar, entonces, sobre las expectativas de paz y el alcance de la reconciliación. Más aún, cuando las violaciones graves a los derechos humanos son perpetradas dentro de una sociedad polarizada por los mismos nacionales y en contextos en donde impera la impunidad, el reto resulta mayúsculo.
Al respecto, Julio Cortázar definiría esta situación, ya en 1981, al expresarse sobre el terrorismo de Estado en Argentina: “más felices son aquellos pueblos que pudieron o pueden luchar contra el terror de una ocupación extranjera. Más felices, sí, porque al menos sus verdugos vienen de otro lado, hablan otro idioma, responden a otras maneras de ser. Cuando la desaparición y la tortura son manipuladas por quienes hablan como nosotros, tienen nuestros mismos nombres y nuestras mismas escuelas, comparten costumbres y gestos, provienen del mismo suelo y de la misma historia, el abismo que se abre en nuestra conciencia y en nuestro corazón es infinitamente más hondo que cualquier palabra que pretendiera describirlo”.
Anteriormente en este espacio he reflexionado sobre el importante papel que juegan días como este para “recordar” aquello que como sociedad no debemos relegar al olvido. El “deber de recordar” las graves violaciones de derechos humanos que tienen los Estados que han sufrido o padecido episodios de violencia dentro de su territorio y que pretenden que estos actos no permanezcan en la impunidad debe ser asumido con la profunda convicción de que este ejercicio puede ayudarnos a entender las causas de nuestras diferencias, sanar el resquebrajado tejido social y, ¿por qué no?, ayudarnos en el difícil camino de la reconciliación.
El autor es investigador
del Centro de Estudios
Constitucionales Comparados de la Academia IDH
Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos
de VANGUARDIA
y la Academia IDH