Fíjese que recién vi una película cuya trama principal no me interesa. El protagonista de la historia me es de lo más irrelevante y en ciertas partes dicha producción cinematográfica me resultó tan aburrida hasta el punto de darme un sueño que para qué le cuento.
Entonces, ¿por qué la vi, si no me gusta para nada esa clase de películas? Fácil, me la recomendó la “N” grandota y roja, y supuse que si me la recomendaban era por algo. La verdad es que no quería estar buscando qué ver y elegí lo primero que me salió.
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La película per se es esa de la vida del famoso jugador brasileño de fútbol que sacó su serie de comerciales sobre la pastillita azul donde decía “yo lo haría”. Nunca me ha interesado el fútbol, no me gusta y la verdad es que poco conozco de él, por no decir que nada. Mi conocimiento sobre el tema se limita a que un equipo debe meter el objeto esférico, normalmente llamado balón, en el lado contrario y ya; gana el que lo meta más veces.
Pero lo que me llamó la atención de la película, lo único que lo logró, fue una escena que me hizo reflexionar. Cuando Brasil se disputaba la final de la Copa del Mundo de 1950 contra Uruguay, en una fecha que hasta hoy sigue siendo recordada como el “Maracanazo”, Brasil perdió dos a uno. En la película podemos apreciar cómo después de la derrota, la gente llora, sufre. Ahora bien, usted me puede decir que es una “película” y que era para darle más “emoción”, pero es que en verdad pasó así, todo fue real.
Hubo personas que perdieron todo su patrimonio porque decidieron apostarlo, otros hasta se suicidaron, fue un caos total, una vergüenza nacional, todo porque perdió el país. Yo me pregunto: ¿hasta qué punto puede llegar la fanaticada?
Hoy en día lo vemos muy presente casi en todo, personas obsesionadas, dispuestas a todo lo que sea y lo que venga. Sólo basta con echarse un clavado en la red y nos daremos cuenta de gente que ha vendido un riñón para obtener el celular más nuevo de determinada marca, la virginidad por unos boletos de un concierto, personas perdiendo casas y propiedades por deudas de juego, los famosos workaholics, que se excusan bajo el pretexto de “que alguien tiene que hacerlo”. Todo por esa obsesión disfrazada de fanatismo.
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Frases como “Mi equipo es mejor”, “no puedo convivir con esa o tal persona porque es del equipo contrario o de otro partido político o religión”. Esto solamente lleva a que surjan diferencias estúpidas en el mundo.
Y es que a veces tratan de “rescatar” a la fuerza a cuantas personas conozcan del gran error que cometen al no seguir su modo de pensar. Y si las personas no aceptan y no están de acuerdo, se molestan. Una cosa es tener alguna preferencia por determinada actividad o creencia, pero otra muy diferente es el ser obsesionado, al punto de llegar a querer imponerse sobre los demás.
El fanatismo es una obsesión ciega y desmedida con una gran dosis de idiotez por parte del que la ejerce. Winston Churchill lo dijo: “Un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema”. Yo he visto, y estoy seguro de que usted también, a esas personas que en las tiendas o hasta en fiestas o reuniones con cierto código de etiqueta más elevado, llevan su playera de su equipo favorito. Y es que, ¡coño!, ¡hasta en la iglesia la llevan! No voy a la Iglesia, pero los veo afuera.
Siempre lo primero que responden es: “Hoy jugamos”. “Ah, chingao, no sabía que también eras jugador” (hazme reverendo favror, cabón, si nunca han jugado ni a las canicas siquiera). Si gana su equipo, no hay quien los soporte, gritan, lo presumen a los cuatro vientos, suenan el claxon en la madrugada. Pero si pierden. La historia es diferente, andan de luto, dolidos, cabizbajos, no les puedes decir nada porque cualquier cosa que argumentes será ofensiva, burlesca, hiriente e incluso personal. Y no lo pensarán dos veces para liarse a golpes con tal de defender a su magnánimo equipo. Cosa que ya ha pasado.
También el tema religioso o político no se queda atrás. Siguen con una fe ciega y absoluta a una persona, una ideología donde se cree tener la única respuesta a la única pregunta que realmente vale la pena, y si no crees o no estás en la “onda” como ellos y con ellos, entonces estás acabado.
Y hay otros peores, los supertradicionalistas. Esos que donde el abuelo era doctor, el papá es doctor y, por lo tanto, todos los hijos varones deben ser doctores y las hijas, esposas de doctores. Que ni se les ocurra ser otra cosa, porque arde Troya. Se proviene de una fiel y respetable familia de doctores y así van a seguir.
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En el momento en que seguimos o perseguimos una idea, actividad o modo de pensar de una forma marcada, cuadrada o ciega se vuelve una obsesión, y es la antesala a un fanatismo incontrolable. Los “valores” familiares que se escriben con “sangre” es una manera más de reflejar nuestra propia ignorancia y nuestro fanatismo.
Si pensáramos antes de actuar y escucháramos antes de hablar, sería más llevadera nuestra vida. Esta obsesión descontrolada y sumada a la constante de querer imponerse y tener la razón es lo que está jodiendo el mundo. No son las guerras ni el hambre, ni las enfermedades o el cambio climático, somos nosotros los que hacemos las cosas sin pensar, y nada mejor existe para el fanatismo que personas que no piensan o que no les gusta pensar, porque así no darán el siguiente paso... que es actuar.
“Porque cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable”, decía Voltaire. Debemos tener nuestro propio criterio, cuestionar las reglas, no romperlas, retarlas, averiguar por qué están ahí. Porque de lo contrario sería mejor irnos a vivir a París, Francia, donde la diversidad, la tolerancia y el libre pensamiento podremos, sin problemas, pasárnoslos directamente por el arco del triunfo.
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