Terminé anoche de leer una espléndida novela histórica. Se llama “The Believers”, “Los Creyentes”, y la escribió con magistral técnica de buena literata la historiadora norteamericana Janice Holt.
La novela relata el nacimiento y desarrollo de una secta salida de los cuáqueros de Nueva Inglaterra, los shakers. La palabra inglesa shake significa agitar, y los shakers se llamaban así porque en sus ritos de adoración caían en trances que los hacían sacudirse con violencia. Así, poseídos, los creyentes hablaban en extrañas lenguas y profetizaban cosas.
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Como se ve, no hay nada nuevo bajo el sol: siempre ha habido gente profética. Sin embargo, a pesar de ser proféticos, los shakers eran gente pacífica y trabajadora. De hecho yo compré hace años la novela en una librería de viejo de Tucson porque tenía ya un libro con fotografías de muebles hechos por los shakers, muebles de una simplicidad tan absoluta que se vuelve elegancia pura. Me interesó saber más acerca de esa gente capaz de crear objetos de tanta perfección destinados al uso cotidiano.
La protagonista de la novela es una muchacha campesina, Rebecca Fowler. A los 17 años se casa con Richard, joven granjero a quien amaba, y empieza con él una vida de felicidad que se interrumpe cuando ella queda embarazada y el niño nace muerto. El esposo, dado a extremos de religiosidad, piensa que aquel suceso es castigo de Dios por sus pecados, y decide unirse a los shakers, que recientemente habían fundado una comunidad en aquella parte de Kentucky.
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Empieza así para Rebecca una vida singular en la cual hombres y mujeres −y aun esposos y esposas, padres e hijos− vivían separados. Los shakers creían en el celibato, pero no sólo de los ministros religiosos, sino de todos los miembros del grupo. ¿Cómo podía entonces sobrevivir la secta? Podía sobrevivir por el ingreso de nuevos pecadores arrepentidos. Para los creyentes el sexo era abominación, y toda alegría que no derivara del trabajo y de los actos del culto era cosa del demonio. Vida tan rigurosa acabó por fatigar a Rebecca, cuyo marido la repudió por no seguir al pie de la letra las enseñanzas de Ann Lee, fundadora de aquel extraño credo. Rebecca se pone bajo el amparo de una nueva ley promulgada por los congresistas de Kentucky que, preocupados por el fanatismo de los shakers, concedía la automática disolución del vínculo matrimonial al esposo o esposa cuyo cónyuge se adhiriera a la secta. Ya divorciada, Rebecca contrae un nuevo matrimonio y es feliz lejos de aquel extraño mundo de creyentes.
Aunque parezca mentira quedan todavía algunos grupos de shakers. Están reducidos a una pequeña comarca en el Estado de New Hampshire, y siguen practicando sus agitados ritos. Son notables granjeros y magníficos artesanos. Los expertos en religiones consideran que no tardarán en desaparecer. Sus ceremonias quedarán sólo como un recuerdo, y los muebles fabricados por ellos se volverán piezas de museo. Todo fanatismo lleva en sí el germen de su propia destrucción. La religión es buena medicina para el alma, pero, como todas las medicinas, debe tomarse en dosis convenientes. Si no, se vuelve veneno. Dios nos libre de la demasiada religión. Dios nos libre también de los que se sienten enviados de Dios y sus representantes personales.