Repertorio, la quimera inabarcable del músico

Creo que escuché por primera vez la palabra repertorio durante una clase de piano que tomé en la lejana década de los 80, pronunciada en labios de mi maestra y que hacía alusión al cúmulo de piezas musicales bien puestas, es decir, estudiadas, analizadas, asimiladas y bien ejecutadas, todo ello como una de las demandas y proyectos de vida de un músico en ciernes. Hasta ese momento mi preparación como pianista era magra y carente de solidez. Mi repertorio se reducía a unos preludios de Bach, unas sonatinas de Diabelli, Clementi y Kullak, piezas breves de Schumann, Beethoven y Mozart, y pare usted de contar.
Mi maestra decía que el buen pianista tenía que construir y fundamentar su solidez interpretativa con un macizo edificio de piezas pianísticas de todos los rangos, estilos y niveles. Con el paso de los años esta afirmación se solidificó con las enseñanzas de mis otros maestros que, con variaciones en su método pedagógico y orientación técnica, me enseñaron a encontrar el sentido y esencia de las piezas. Toda esta disquisición vale tanto por esta otra que atañe al ámbito del repertorio orquestal, zona de ignotas dimensiones boscosas.
Aquí hago una breve digresión que se ancla en la reflexión de que solo la experiencia directa con la lectura, interpretación e intimidad de la música sitúa al músico por encima del melómano fervoroso cuya experiencia musical se circunscribe al ámbito de lo auditivo, como de interminables lecturas de diccionarios, tratados y biografías, sin sumergirse en las profundidades de la interpretación musical.
Mi encuentro sesgado con el repertorio orquestal tuvo sus inicios una década después, cuando llegué a formar parte de la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma de Nuevo León, y sus conciertos de temporada se llevaban a cabo en el auditorio de la Escuela Preparatoria no. 1 de la calle Colegio Civil y Av. Juárez. En esos años de juventud adquirí el conocimiento del repertorio sinfónico que incluía al piano como instrumento de la sección de percusiones, además de conocer de manera directa el repertorio orquestal desde la época de la Escuela de Mannheim, pasando por el repertorio de todos los románticos hasta llegar a los colosos del siglo veinte. Pude aquilatar el trabajo profundo como erudito de variados directores de orquesta.
Fue en ese entonces que escuché por primera vez la interpretación de la Cuarta Sinfonía de Johannes Brahms, bajo la batuta del extinguido director mexicano Luis Herrera de la Fuente (1916-2014). Me faltan palabras para describir el maravilloso trabajo musical que este insigne director realizó durante una semana de ensayos con el conjunto universitario sobre esta sinfonía que marca un hito, no sólo en la vida de Brahms, sino también en la historia de la música sinfónica universal.
Con el paso del tiempo caí en la cuenta de un hecho insoslayable, que el director de orquesta novel o experimentado vuelca su creatividad, conocimiento, intuición e imaginación en la orquesta, propia o ajena, que se coloca bajo su batuta, sea cual sea su nivel de potencial y maduración, y que su misión es llevar al conjunto orquestal a la legitimidad y veracidad de la mejor versión posible de la obra abordada. Brahms fue un compositor que trabajó con variadas estructuras musicales, tardías algunas en su corta vida- murió a los 64 años- y como muchos otros de sus colegas probó la amargura del desprecio de críticos y público, así como las mieles del reconocimiento.
La Cuarta Sinfonía en mi menor, Op. 98, fue compuesta en 1885 en un periodo vacacional que Brahms pasó en Estiria. Como era su costumbre, sometió una versión para dos pianos al juicio de sus íntimos amigos, que la escucharon con muy poco entusiasmo. Brahms no se arredró y declaró que la orquesta daría su justa dimensión. No se equivocó: su éxito fue apoteósico en varias de las sedes donde se interpretó. Los críticos de la época la calificaron como su mejor producción sinfónica. La última sinfonía de Brahms consta de cuatro movimientos, el último es un claro y excelso homenaje a Bach, compositor que Brahms veneraba profundamente. En el próximo Atril abundaré un poco más sobre esta maravillosa obra y comentaré la interpretación que la OFDC ejecutará en su segundo concierto de temporada. Hasta entonces.
CODA
“El hombre verdadero es sosegado en la alegría y sosegado en el sufrimiento y los pesares. Las pasiones deben desaparecer pronto, o si no debe uno arrojarlas de sí mismo”.
Johannes Brahms