Retratos de la vida

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La fotografía cayó del libro que tomó al azar. Mostraba a un muchacho que parecía sonreírle a todo el mundo.
Era él mismo, 30 años antes. Se sentó en el sillón y se puso a mirarse.
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¿Qué había quedado en él de aquel joven? Desde luego no el pelo, ahora escaso y entrecano. Tampoco, naturalmente, la esbeltez juvenil: los recios músculos de ayer eran la fofa barriga de hoy. Tampoco tenía ya, estaba seguro, aquel brillo en los ojos y aquella sonrisa luminosa.
Se sintió triste. Pero no por haber perdido algo de pelo y mucho de postura. Al ver la imagen de aquél que había sido rememoró sus sueños juveniles y se dio cuenta de que hacía mucho −¿cuánto?− los había perdido.
Volvió a poner la fotografía en el libro; puso luego el libro en su lugar. Y supo vagamente que algo muy triste nos sucede cuando ya no soñamos nuestros sueños.
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-Habló tu papá. Creo que deberías hacerle una llamada; hace más de un mes que no sabes de él.
-¿Otra vez? Carajo, tú ves el trabajo que he tenido. No me queda tiempo para nada. ¿Le pasa algo? ¿Está enfermo?
-No, parece que se ha sentido bien, pero dice que no sabe de ti; que en la oficina le dicen siempre que no estás. ¿Por qué no le hablas?
-Hoy no puedo. Estoy muy ocupado. A ver si el próximo domingo. Si llama dile que salí. Y ahorita vengo.
-¿A dónde vas?
-A pasear al perro.
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Son cuatro señores los señores. Uno es alto y delgado, otro es bajito y regordete; el tercero cojea un poco y el último usa todavía sombrero de fieltro.
Todas las tardes se juntan en una banca del camellón. Las señoras que por ahí pasean saben que esa banca les pertenece a ellos, por eso no la ocupa nadie. ¿Y qué hacen los señores? Hablan. Hablan de todo, especialmente de sus tiempos. Son jubilados de la fábrica, y recordar es profesión de jubilados.
Si yo pudiera les haría a los cuatro señores una estatua. Toda su vida trabajaron. A nadie hicieron daño. Formaron sus familias. Bebieron algunas veces sus cervezas, eso es cierto, pero nunca se presentaron borrachos en su casa. Fueron obreros, y ahora sus hijos son médicos, ingenieros, abogados...
Si yo pudiera les haría a los cuatro señores una estatua. Ellos son héroes más verdaderos que muchos héroes de mentiras que tienen estatua.
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Yo me reía mucho de Pico de la Mirandola, por su nombre, y porque en el siglo 15 escribió un libro llamado “De Todas las Cosas Conocidas” (Voltaire, burlón, le añadió: “Y de otras más”).
El otro día encontré por pura casualidad un texto suyo:
“... ¡Qué venturosa suerte la del hombre! En sus manos está ser lo que quiera. Las bestias son desde el vientre de su madre lo que siempre serán. Nunca podrán los ángeles cambiar el ser que Dios les dio. En el hombre, en cambio, puso el Señor semillas de bien y de maldad, el germen de todas las formas que hay en la vida. La semilla que el propio hombre escoja para cultivar dentro de sí será la que germinará y le dará fruto, bueno o malo. Puede el hombre, en su libertad, ser igual que una bestia. Pero si quiere puede ser también más que los ángeles, y unirse en un vuelo sublime a la suprema majestad de Dios...”.
Yo me reía mucho de Pico de la Mirandola.
Después de leer eso que escribió ya no me río.