La eterna Chole

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Este cuadro que tengo frente a mí lo pintó Antonio Costilla. Es un pequeño cuadro, de unos 50 centímetros de altura por 40 de ancho. Representa a una mujer de pura raza tlaxcalteca. Su rostro es redondo y moreno; sus ojos grandes, negros; sus labios gruesos; su cabellera una oscura sombra...
Yo he visto muchos retratos de Costilla, pintor que trabajó en Saltillo. Sus retratos son fríos. En ellos aparecen personajes notables de su tiempo. Pintaba por encargo, y eso se nota en su trabajo, hecho para cumplir una encomienda, cobrar la paga y punto.
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No así este cuadro que está en mi biblioteca. Alguna vez Mario Herrera, crítico supereminente de pintura, escribió acerca de él, y destacó la cálida humanidad que hay en la obra; la riqueza de tonos en la paleta que aquí el artista empleó, tan diferente de los pálidos matices de sus otros lienzos.
La pintura que digo perteneció a don Francisco Sánchez Uresti. Maestro del Ateneo Fuente, fue él quien descubrió el talento de Rubén Herrera, gran artista fundador de la escuela pictórica de Saltillo. Don Francisco legó el cuadro a su hija, la señorita Carolina Sánchez Ramos, y de ella lo adquirí yo. La sinta Carolina −así le decían sus alumnas de piano, por decirle la señorita Carolina− me contó que quien aparece en la pintura era una criada del gobernador Miguel Cárdenas. La muchacha se llamaba Soledad, y le decían Chole. No era bella en el sentido de los cánones clásicos. Tenía, sí, la recia presencia de su raza. Su mirada, clara y honda, penetra en quien la ve.
Yo amo esa pintura, y la tengo en un sitio predilecto. Me recuerda a su dueña anterior, la señorita Carolina, que era una amable dama. Terciaria franciscana, como mi abuela y mi señora suegra −de Dios gocen las tres−, vivió dedicada a cuidar con exquisito afán a su hermano, aquel toroso maestro ateneísta a quien todos llamábamos “El Mascafierros”. Este fuerte señor tenía para su hermana cariños especiales. No la llamaba por su nombre, Carolina, ni le decía Carola, como todos. Para él era Eufrosina, que en griego significa “hermana buena”.
Amo también el cuadro de Costilla porque me habla de una raza ya desaparecida. En mis años de niño oía hablar aún de “los tecos”, es decir los tlaxcaltecos, que así nombraban algunos a los descendientes de los venidos de Tlaxcala.
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-¿Por qué don Fulano no tiene canas ni una arruga, si es tan viejo?
-Porque es teco.
-¿Dónde queda la calle Zapateros?
-En el barrio de los tecos.
No usamos ya ese vocablo, y qué bueno, pues no dejaba de tener cierta connotación peyorativa y de discriminación.
Mujer muy humilde fue de seguro Chole, pero sirvió para que un pintor de frío pincel sintiera el calor de lo que no se hace por tarea, sino por vocación. En el cuadro −ahora lo estoy mirando− viven al mismo tiempo la criada y el artista. Los dos se deben el uno al otro: el pintor permanece gracias a su modelo; Chole goza de esta pequeña inmortalidad por obra del pintor. Tal es el milagro del arte, que da más vida que la vida.